Abrumado

Escribo una vez más cansado. El cuerpo, la cabeza, los párpados, me piden que me tienda en el sofá de la tele y me ponga a ver algo de deporte. Me piden que disfrute del zapping, del tumbing y otros placeres de la nada. Pero cuando veo una foto de Hemingway, o me acuerdo del calvario diario de Stevenson, saco fuerzas una vez más para escribir.

Puede que sea verdad eso de que siempre se puede escribir. No hace mucho tiempo recibí un e-mail de la escuela de escritores animando al “juntaletras” a juntar las letras bajo cualquier circunstancia. Incluso en pleno bombardeo, en medio del asedio del enemigo, bajo el tormento de diez mil ideas, problemas, que revolotean sobre la cabeza.

Y es que ahora que vuelvo a presionar las suaves teclas de mi veterano Dell Latitude, he recordado una vez más que escribir es también desconectar, sumergirse en una terapia liberadora de los comecome monotemáticos. A veces es casi, o mejor que hacer deporte. Mejor que dar algunos raquetazos, y a veces tal vez sea mejor que salir de marcha y emborracharse. Mejor que follar, muchas veces. Por eso ahora siento por fin, que al menos por unos instantes puedo disfrutar de una distancia aliviadora.

Ya es un hecho: la próxima semana me marcharé a un país lejano. Creo que ya lo dije una vez por aquí: siento un impulso oculto, misterioso pero insistente que me lleva a descubrir sendas diferentes. Caminos que se empeñan en llevar la contraria, en hacer lo que la mayoría no se atrevería jamás. Desde que descubrí la literatura, me di cuenta que no estaba solo. Que muchos de esos tipos pensaban lo mismo que yo. Que yo también quería hacer algo grande y distinto.

Ya lo sentía desde que mi trasero se posaba a diario en el pupitre del colegio. Yo quería ir a Hawai con nueve años, perderme lejos de la rutina y el aplastante horario impuesto. Quería, sabes, coger mis bártulos en medio de la obligación y caminar.

Salir por la puerta y sentir esa sensación de libertad y expectación que uno tenía cuando salía del colegio antes de la hora. Desde entonces, creo, sentí que debía haber otras cosas ahí fuera, otras personas, una nueva oportunidad.

Y ahora que la despedida se acerca, todo se vuelve más sensible, lagrimoso, casi cursi, emotivo. De pronto parece que es mi cumpleaños a diario o que me fuera a casar. Todo el mundo es simpático. Todo el mundo es amable. Todos menos la basura mediocre y envidiosa, claro; aquellos amargados de los que ya no espero nada. El resto, sonrisas. Aperturas de bocas, muestra de dientes, “que tengas suerte”.

El cuerpo, los párpados, un áurea de cansancio, me siguen pidiendo que me vaya al sofá. Pero sé que hoy acabaré haciendo algo, leyendo a Cortázar, consultando cualquier cosa, obsesionándome una vez más con la productividad.

Temo, temo también que mi portátil, este espartano Dell Latitude fallezca de viejo. Temo que este veterano se retire como un anciano elefante africano hacia un lago perdido donde poco a poco posará sus pesadísimas patas para dejarse hundir y tragar por el fondo de un lago, marisma, por el fango, por la lama. Temo todo eso, sabes.

Cómo explicarte esta sensación. Por un lado, no siento nada, como si viajase a Madrid o Milán, por otro lado, pareciera a veces que mis pulmones, mis riñones o mis tripas fueran a traspasarme el pecho, transformarse en otro ser.

Guau, tío, guau. Comienzo a pensar en inglés otra vez, el español se vuelve a veces como ese vecino con el que no acabas de entablar confianza. Algo así. Tantas cosas que quiero decir, que no quiero decir casi nada.

Soy un viejo zorro hermano. He leído a los grandes, juego bien al ajedrez. Confundido una vez más con la gente. Con la gente buena, con la gente mala. Parece que es triste que uno descubra el cariño y el calor sólo cuando te marchas, cuando te casas y cosas así. Soy el primer eremita, el primer lobo, pero creo que últimamente me gusta la gente. La gente que es buena conmigo. Esa gente sabes, que cuando estás con ellos te sientes tan cómodo que te da la sensación de que estás tendido en la playa, o en una cama.

Sobre lo que me espera, nada puedo decir. No sé nada de la vida. O sé bastante poco, o ya lo relativizo todo, las dos versiones son igual de correctas, la contradicción es un solo género, y es válido.

A lo mejor soy una falsacionista popperiano sin saberlo, pero creo que cuando uno va con toda la energía positiva, el mundo es suyo. El mundo está ahí, sólo hay que agarrarlo. Todo eso lo pienso, creo que lo sé.

Creo por otro lado haber descubierto la esencia de la información cultural, o más bien literaria. Sí, si te fijas casi siempre es lo mismo. Uno abre la sección de cultura (ya sea de El País, The New York Times, Le Monde…) y casi siempre es lo mismo: encontrarás una entrevista o una noticia o bien de un escritor/a, consagrado que ha ganado un premio o ha dicho algo en algún sitio, o bien/ a su vez, te encontrarás con un escritor/a novel que debuta en la escena literaria con una atrevida obra que bla, bla y que a lo mejor también ha ganado un premio. Y al lado, los clásicos. Siempre. Siempre es así. Porque ese es el valor de convertirte en clásico: que te haces inmortal. Sabes, que te vuelves trascendente, eterno. Al clásico nunca se le acaba de descubrir.

Bastante sustancioso, infinito, es el ser humano como para que lo sea mucho más un clásico. Siempre verás al lado de la noticia del escritor consagrado, de la novedosa novela algo sobre Shakespeare, “Shakespeare tenía una amante griega”, por ejemplo, de Cortázar, “descubierto un epistolario del mito argentino”, de Victor Hugo, “Hugo quería ser domador de leones”, basados en una carta que el francés envió a no se qué mecenas, y cosas de de esas.

He ahí la información literaria.

La actualidad literaria marcada por el dinero y el talento o por el talento y el dinero y el revisionismo. La exploración constante del clásico indefenso, ajeno, inabarcable.

En todo esto estoy pensando ahora. No sé por qué. Hace un día espléndido. El sol se acaba de abrir paso, se escuchan unas voces no muy lejanas de unos guiris que deben estar alrededor de varias cervezas, de vez en cuando un ladrido, un piar, y mi perrita detrás mía. Durmiendo una vez más. Muda como siempre para que no la obligue a trabajar.

Buf, que me voy a un país lejano en unos días y siento de vez en cuando una soledad extrema. Ya sé, ya sé que soy un nowhere man, ya sé que estoy destinado a sentirme extraño siempre, donde quiera que esté, pero a veces, a veces no sé. Nada.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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