Viaje a Madrid (1) de (7) “Milosevic en Malasaña”

milosevic en malasaña

Milosevic. Me acordé de Milosevic cuando desembarqué en el barrio de Malasaña, en Madrid, no hace tanto. Arrastrando una maleta roja y llevando a cuestas un portátil, me adentraba en este microclima pululado por hippies de postal, camisetas rosas, verdes, patillas, gafas de sol, perros hediondos, tetrabriks, reminiscencias sesenteras y setenteras. Somos guays. Aquí en Malasaña, somos todos guays. De ahí, Milosevic. Sí, una limpiecita no le vendría nada mal a este barrio. Una redadita, una bofetadita a unos cuantos hippies, quitarles las gafas, cortarles el pelo, arrancarles las patillas. Más o menos.

Llegué a la casa donde me iba a hospedar durante dieciocho días. La amable pareja que me atendía (amigos íntimos, hasta que el cuarto día el huésped pasa a ser un coñazo) ya me había avisado: “dormirás poco en ese cuarto, la gente de la calle, los perros”. Pero era lo que había. Esta peña es con la que tengo más confianza y no me apetecía llamar a colegas de los que sólo parece que me acuerdo cuando necesito algo.

Era feliz. Había escapado de mi cuarto, cual Natascha la austríaca, volvía a sentir el brío de la gente, el movimiento, los ojos, las orejas, las piernas que se movían, las sonrisas. Era feliz. Tomaba aire, caminaba, no tenía que saludar a nadie por la calle. Madrid, recordé, es una ciudad abierta, un pueblo grande donde todos los rostros me resultan conocidos, donde todos los caretos me recuerdan a algo familiar. Os puedo tocar, hola Madrid.

Llegaba, lógico es, un poco fuera de juego. Pero pronto empezó el cachondeo. Esa misma noche, sábado, iba a ver “bachilón”, I mean: juerga. Se inauguraba una discoteca cerca de la Puerta de Toledo. Allá fuimos 2+dos colegas. Me abracé con Rasec y nos dirigimos a la disco, wow. Ah, necesitaba salir, quería salir. A pesar de que a medida que pasan los días, la juerga me llama menos, necesitaba salir: aire, copas etc.

Volvía a ver mujeres bellas. Tías buenas. Entramos, y en la esquina dos pedazos de tías, hablaban con un ojo puesto en la gente, a ver si alguien las miraba. Nosotros las miramos muchísimo.

Estuvo bien volver a adentrarse en los mundos de la noche. Recuerdo que conseguí sin querer una copa gratis: pedí un ron y cuando iba a darle la pasta al tipo, éste se perdió dentro de la barra. Le pago o no le pago, esa es la cuestión. Mi imperativo categórico me decía que se lo dijese al camarero, que le pagase. Pero por otro lado, me tocaba los eggs pagar nueve euros por una puta copa. Así que aguanté, resistí y después de comerme mucho la olla, no le pagué.

En lugar de ello, me adentré en la pista con Rasec. Éste se puso a hablar con una morena que hacía unos minutos, al otro lado de la barra, nos miraba. Entré yo también y me puse a hablar con la tipa. Resulta que la tía era actriz, de teatro. Le dije que había estado en el West End londinense, y en el Broadway neoyorkino.

Ella asentía sin saber muy bien qué era eso. Me dijo que daba clases, y luego no sabía muy bien cómo continuar. “¿Todavía no lo tienes claro, verdad?”, le dije. Se rió. La tía estaba buena, pero no acababa de fluir la química rápida que yo deseaba. No tengo paciencia en estos casos. Así, que me escabullí con un, “voy a ver un momento a mis amigos”. Sobre las cuatro, ya cansado, me fui a casa.

El taxista era un hijo de puta. De éstos, de, “¿por donde quiere que le lleve?, ¿Malasaña?, me suena. He estado muchas veces, pero no recuerdo bien”. Nos miramos por el espejo retrovisor. Era evidente que había captado mi rostro Eastwood.

“¿Es que no te sabes las calles?”, rematé. “Claro que me las sé”, me decía el tipo con su rostro parecido a Dani, el ex jugador del Betis. “¿Qué calle es esta?”, le pregunté. “Hortaleza”. “Déjame aquí”. “Vale primo”, o algo así, me dice el tío como queriendo meterme alguna pulla, y paró el taxi.

Cabrón. Por fin, llegué a casa, no sin antes pasear por una calle Fuencarral, oliendo a basura y plagada por un carnaval de prostitutas foráneas, gente de la noche, vestidos coloridos, morreos en las esquinas. Me sentía incómodo: yo soy un burgués progresista, nada más.

Por cierto, antes, por la Gran Vía, había recibido una invitación que alguna vez desease que saliese de los labios de pretéritos proyectos femeninos, “vamos a follar”, me dijo una prostituta negra, saliendo de una puerta sucia…

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

No hay comentarios

Anímate a comentar

Tu email no será publicado.

Información básica sobre protección de datos:

  • Responsable: Carlos Battaglini
  • Finalidad: Moderación y publicación de comentarios
  • Destinatarios: No se comunican datos a terceros
  • Derechos: Tiene derecho a acceder, rectificar y suprimir los datos