Escribo estas líneas con los rayos de sol entrando por mi cuarto. De fondo, pajaritos pían y niños pequeños dan el coñazo. He dormido muy poco, como en todo lo que va de semana.
Hoy lo hice. Por fin dejé atrás las palabras para pasar a la acción. Lo cierto, he de reconocerlo, es que ella fue la primera. Aún recuerdo, hace unos diez años (o un poquito más) cuando me la presentaron. Para mí, era la primera vez y cuando la conocí ya de cerca, me dio la sensación de que había crecido, de que ya era adulto.
Sí, hace más de diez años abrí mi cuenta en el Banco Santander. Pringado e ignorante en asuntos económicos, nunca, durante estos años fui consciente de mis pérdidas tímidas pero constantes. No tenía ni pajolera idea de bancos (sigo teniendo poca) y pardillo de mí, sacaba toda la pasta en un cajero del Banco Popular, sin saber que me estaban cobrando una comisión muy interesantes. Así, cinco años. Y esooo.
Luego claro, aprendí que era mejor sacar el dinero en los cajeros del mismo banco y tal. Aaasí. Por aquel entonces, Internet era todavía algo incipiente, y producía cierta pereza entre los que siempre habíamos recibido con indiferencia a las nuevas tecnologías y todo eso. Así que ni me enteraba. Sí, el banco me sacaba pasta, pero yo no me daba ni cuenta.
No fue hasta cuando mantuve una corta pero intensa relación con el otro gran ladrón, Telefónica, cuando por fin me saqué la cuenta por Internet. Estas contradicciones del capitalismo producen estos efectos: un ladrón te hace más precavido con el otro.
Entonces cuando, por fin pude acceder a mi cuenta, fui consciente de que estos mal nacidos del Banco Santander me estaban sableando. A lo bobo, a lo zorro, cada cierto tiempo, me daban un “tironcito” y se llevaban 15 euros por aquí, 10 por allá y así sucesivamente.
Mi rabia fue in crescendo. Cabreado y desconfiado miraba la cuenta por Internet prácticamente todos los días. Si te despistabas, te metían en una oferta de no sé qué coño ¡sin haberla pedido! y zas otro sablazo y venga…
Un día, en Madrid, harto, muy harto, me acerqué a una sucursal y casi me como a la primera tía que me encontré detrás de una mesa. ¡¡No me quiten un puto duro más!!, dije con mucha educación. La gente me miraba como si estuviese ante un loco. Era algo peor. Yo odiaba, sentía rabia y la estaba echando fuera, sobre esa mujer que no me había hecho nada, pero le tocó.
Después de armarla, me dejaron en paz durante un tiempo, hasta que de nuevo empezaron con el tiovivo: 10 euritos por aquí, 10 euritos por allá… Puto Botín. Ya me lo había dicho muchas veces: cierra la puñetera cuenta y métete en otro banco, pasa de una puta vez de estos ladrones. Porque esa es otra, los tipos estos van a robar sobre todo a las nóminas más bajas, al proletariado. A los que tienen miles de euros ahí dentro, no sólo los dejan en paz, sino que encima le dan más pasta y les lamen el culo. Hay que joderse.
Pero yo hablaba mucho, “¡nacionalizar la banca!, ¡estatalizar las telefonías móviles!” y no hacía nada. Antes, había pedido información sobre algún banco alternativo. Mucha gente me nombró a La Caixa. Bueno, catalán, seguro que trabajan bien, pensé. Entonces, esta mañana cogí el coche, le pisé a 120 y aparqué en la capital. Caminé y me acerqué al local del Banco Santander.
Allí dentro, levanté la cabeza y se lo dije al tipo moreno que se posaba detrás del mostrador: “quiero sacar todo mi dinero, mi triste dinero”. Torpe de mí, se me escapó un: “bueno, en realidad quiero cancelar la cuenta”. El moreno levantó la mirada, “entonces es mejor que vayas por las mesas y luego vengas por aquí. Te van a hacer una liquidación de cuentas y eso acarrea unos gastos”. Ajá, lo que me temía, pensé para mis adentros. Mamones.
El empleado, cómplice (es lo que tiene ser de aquí) me aconsejó: “mejor te doy todo el dinero y no la canceles”. Dicho y hecho. Ahí estaban mis billetitos naranjitas.
Caminé por la avenida reluciente y entré en la Caixa. Llegó mi turno y una chica de pechos intrépidos me explicó todo con luz y taquígrafos, como si tuviese 5 años, como si me estuviese dando una cucharadita de plátano escachado. Yo escuchaba atento las explicaciones. Logré concentrarme y aprendí mucho con la chica.
Por ejemplo la diferencia entre una tarjeta de crédito y otra de débito. Ahí queda eso. “Gracias por estas lecciones bancarias”, le espeté. Ella sonrió y me alcanzó el contrato. “Seguro que “sólo” me van a quitar 36 euros al años”, le inquirí. “Sí, sí”, me volvió a decir ella, amable e impasible. Firmé.
Luego nos fuimos a Internet y me enseñó como funcionaba mi nueva cuenta. Me dio una tarjeta, y salí de allí contento, respirando aire nuevo, con una nueva relación, dispuesto a comenzar una nueva vida.
El primer año todo es bonito, ya veras como en un año volveras a repetir la escena pero esta vez con la pechugona
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