Los que se van de Liberia

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CON UNAS COPITAS DE MÁS Y UN, joder, olvidé lo que iba a decir. Algo de las sensaciones. Eh… básicamente la intención del post de hoy es hablar de la gente que se va de Liberia. De la gente que uno se encuentra en este país y que un día como otro cualquiera, flif flif, desaparecen.

Por eso, entre otras muchas razones, nos aferramos más a las amistades de la infancia: porque ellos tardaron en irse, y al fin al cabo, nunca acaban de marcharse. Siempre están ahí, lo cuál resulta tan grato como molesto.

Al mirar en el Garden Cafe a Jacques y su camisa blanca, pienso en la espontaneidad de su presencia, en la temporalidad de su barba, en lo circunstancial de la Club Beer que sujeta con su mano izquierda. En lo fantasmal, al fin y al cabo que me resulta su presencia. Este tipo un buen día, te envía un e-mail y te dice que se marcha a Ruanda, a Tailandia. Y adiós. Él, que un día me presentó a ella, él con el que compartí tantas tardes de fútbol y tenis, él con el que me emborraché tantas veces, un buen día hace chas y desaparece de tu lado. Entonces la distancia. La frialdad. La negación de los hechos. Nunca nos conocimos. No nos acordamos. La pereza del contacto a posteriori.

Me apetece fumar.

No lo haré porque no sé fumar y escribir al mismo tiempo. Es realmente complicado, casi falso. Como las fotografías que nos muestran rostros sonrientes, abrazos de gente que ya no está, que se fueron. Gente que durante un día, un mes, unos años, compartieron experiencias contigo y un día cualquiera se esfumaron

¿Habría que pedirle explicaciones a Robert con el que tanto me reí, a Joao que fue la primera persona que conocí en África, a Mary que en el aeropuerto de Robertsfield me agasajó, a Comfort que fue la primera en darme la mano en este país? Todos se han ido. Culpables.

Y escribirse un e-mail a partir de ahí, es algo casi miserable, escaso, tan incapaz. Un e-mail es completamente insuficiente y Facebook tiene poca gracia, tan poca gracia que no nos acerca sino que nos recuerda artificialmente. Un saludo desde un coche que pasa muy rápido. Qué alivio que se vaya tanta gente. Por otro lado.

¿Cómo es que uno no se extraña al ver como la carne humana un día se mete en un avión y se evapora? En realidad, las despedidas no suceden en los aeropuertos, en un avión. Las despedidas son mucho más vulgares aquí. Una mera visita a tu oficina y un hasta luego fugaz ¿Y después qué, eh? Después la extrañeza, la confirmación de la brevedad de los respiros. Ya lo decía Steve Jobs. “El tiempo es limitado, no lo malgastes”.

La gente se va de Liberia.

Y algún día me iré yo de Liberia. Y en este mundillo del desarrollo, la gente se va más de lo normal, y las caras que se irán adoptan de pronto una insustancialidad y una brevedad escalofriantes, casi siniestras. ¿Sabes lo que es mirar a una cara, a unos ojos, unos huesos y sentir miedo? Ver un cuerpo, un simple cuerpo que no se asombra ante la magnitud desorbitada de la existencia.

Un cuerpo, una cara sentada en frente de un ordenador, aportando su parte de existencia a unas teclas, a un e-mail, a un asunto ínfimo, y aún así, asombrosamente, sonriendo. El tío, sonríe. Pero ¿cómo te atreves a sonreír ante la inmensidad de la ocasión? Culpable.

Y así estamos. Viniendo y yéndonos, viniendo y yéndonos, la renovación de la especie, la razón darwiniana, el alivio de lo nuevo, la tristeza de la marcha del carisma. Y no llueve. Hace sol. ¿Se dice así? ¿Hace sol? ¿Qué significa hace sol?

Un segundo, voy a fumar algo.

Luego están los plastas que nunca se van. Los sitios pequeños. Siempre están ahí. Iros ya, joder. Ya estoy fumando, y mientras fumo, escucho a mis vecinos. Hay una tipa ahí hablando con un tono amenazante, y ella también se irá un día. Y le importaré un huevo. Y sí vale, y viceversa, pero al menos… El instante es algo que la fotografía ya se encarga de falsear. Muchas veces. Pero hace falta que usted también me fotografíe cuando no cabe la actuación, sino la realidad estática, la maquinaria de la rutina, la hoz de los hechos. Nadie cuelga esas fotos en Facebook. La tristeza es tabú. Virtualmente hablando, sólo el chat sabe algo de la vida.

Mi vecina parece que se ha callado un poco, en la casa de al lado sigue entrando gente. Y hoy, después de comer, me he cruzado con un coche conducido por un pelito corto y una sonrisa. Y he corroborado que en eso consiste casi todo. En bajar unas escaleras acompañado, bajar con esa persona, sentir que te pertenece y que baja las escaleras a recoger el paraguas porque se tiene que ir. Contigo. A las ocho de la noche, para ser más exactos.

Hubo un tiempo en que perseguí a los huidos. A los que se fueron. En la universidad, era costumbre que visitase a los que ya habían abandonado mi piso, a los que ya no comían con nosotros. Caminaba y caminaba y apretaba un botón preguntando por el prófugo, por el trozo de pasado que se había marchado.

El aludido o aludida, sorprendentemente sorprendido abría la puerta y tras el júbilo, me ofrecía café. Y mientras el absurdo se reproducía, yo miraba esa cara pasajera y huida en un intento más de vivir en un pasado que nunca existió, insistiendo en echar de menos algo que nunca ocurrió. Porque ese algo ahora, era valioso. Por eso planeé varias veces secuestrar a los desertores.

Pensé en encerrarlos en un cuarto de paredes color vainilla y sentarlos alrededor de una mesa donde sólo se permitía hablar del pasado, de lo que ocurrió. Y ya no cabría nadie más en ese cuarto. Sería imposible. No existiría más gente. Hubo un tiempo que pensé en secuestrar a Scarlett Johansson y a Bill Murray para que me repitiesen durante toda la vida, todo el pasado, la misma película, Lost in Traslation. Una y otra vez. Una y otra vez. Prohibido progresar, cambiar. Encerrados.

En eso y en bajar unas escaleras con ella a recoger un paraguas, consiste casi todo. Y luego un humo.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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