Viaje a Madrid (2) de (7) “Reiki, sálvame”

Madrid

No recuerdo muy bien lo que hice al día siguiente. Sólo sé que llegó lo que tenía que llegar: el agotamiento. Joder, qué cansado me encontraba. Es lógico si lo piensas. Llevo mucho tiempo estudiando, trabajando, muchas horas. De repente, el cuerpo se relaja y lo echa todo. Me costaba hasta caminar, leer. Así estuve unos cuantos días en Madrid.

Me había traído los libros para repasar. Allí estaban, encima de una especie de sillón cama, tranquilos, observando el cuarto donde dormía, pasivos. Como sospechaba, los utilicé poco durante estos días: de lo que se trataba era de descansar. Efectivamente, dormir no era fácil, además de la peña que cantaba por las calles, o hacía el gilipollas, los perros, ¡ay los perros! también querían joder y lo lograban. Eran dos, Joe, eran dos. Ambos, chuchos.

Uno grande, negro, hembra, torpe, máquina de comérselo todo, independientemente de los ingredientes. El otro, pequeño, muy listo. Desde que di una mínima señal de vida, la pareja anfitriona abrió la jaula y de ahí salieron los caninos, locos por disfrutar del momento. Su primera parada: mi colchón. Se me tiraban encima, se acostaban encima de las sábanas impregnando el consiguiente aroma a perro sin duchar. Había que sufrir.

Lo mejor, sin duda la pantalla. The best is the west. Me refiero a la peazo pantalla que se izaba frente a mis ojos. Un cine en casa, eso es. Eso es lo que había ahí. Eché un vistazo a las pelis que se desglosaban ordenadamente en la estantería. Ummm, no está nada mal. Había algunas que realmente quería ver. Riget, de Lars Von Trier, Borat etc.

Una noche no muy lejana, no perdoné: visioné Borat. Descubrí que el bigotes este era tan asqueroso como amenazaba en los trailers. Algunas risas despedí, pero se impuso una postura de labios intermedia, sin llegar al fruncimiento y parecido a la amenidad.

Eso era todo. Como siempre, el sexo puede con todo: lo frivoliza todo y con todo arrasa. Sí, desde que Borat se plantea ir a buscar a Pamela Anderson a Los Ángeles, el subconsciente masculino pasa a pensar en una sola cosa (o dos) las tetas de Pamela. Ojo al cine, como decía Caicedo.

Ese día o el anterior, acudí a uno de los escenarios más odiados por mí. Sí, así soy,siempre buscando el sufrimiento. Me refiero al Santiago Bernabéu. Un miembro de la pareja que me hospedaba (el macho, obviamente) me invitaba a ver el Real Madrid contra el Athletic. Podría haber alirón esa misma noche, pero el Villarreal ajustició al Betis y la fiesta merengue se aplazó. Por un lado, no hubiese estado mal, vivir el alirón allí mismo, en el Bernabéu: verte el espectáculo y tal, por otro lado, era un poco asqueroso. El partido estuvo más o menos bien. El campo, a reventar, muy bonito. El público, claro está, intolerante a rabiar.

Fuera del estadio, el ambiente impresionaba: polis con sus cascos, petardos ultrapotentes estallando a pocos metros, litronas, whiskie, peña que ondeaba la bandera de España y luego la amarraba a un árbol ¡si supiesen que soy culé hasta la médula! “No me delates le dije a mi acompañante”.

“No sé, no sé”, me respondió él con una risa entre dientes.

Madrid seguía y seguía. Yo, creo haberlo dicho ya: seguía cansado, más bien agotado. A veces veía borroso en el Bernabéu. El descanso seguía su marcha. Todavía estaba por la fase de agotamiento. Algo había que hacer, mañana ¡era el examen! La chica que me hospedaba me lo recomendó: Reiki.

Vale, dije yo. Reiki. Vale. Sesión de Reiki. Camino por una calle de Malasaña: llevo ya varios días aquí, yo también sin querer, me he convertido en alguien guay. Arrastro pantalones de lino, camiseta colorida, jersey de forro polar, mirada interesante. Las pibas me miran, ah sí, olvidé decirlo: estoy muy bueno. Sigamos con el Reiki. Toco la puerta “Hola Carlos, sube”, me dice una voz amiga, llena de energía.

Subo varios pisos. Toco la puerta. Me abre un portón de madera un hombre de pelo marrón y mayoritariamente blanco. Me sonríe y me toca varias veces: me transmite su energía positiva.Yo, tímido y misántropo ocasional, trato de corresponderle energéticamente, pero aún me falta rodaje social. Miro a una mujer que acaba de tener una sesión. Se marcha y me quedo en la casa. Respiro paz, quietud, oscuridad, voces agradables de fondo. Respiro hondo. El hombre, Andrés, me trae un pantalón y una camisa blanca. El blanco, ya lo decía Kandinsky, es el color del silencio.

Me quito los zapatos. Sé que el Barça iba empatando en Old Trafford, pero de repente me importa un huevo toda la jerarquía “neoliberal”. Entro en el cuarto. “Mañana te enfrentas a la muerte”, me dice Andrés, con un pie encima de su silla de mimbre. “Bueno, espero que sea más bien el comienzo de una buena vida”, respondo sabio. Que yo leo el I Ching, je, je. Nos ponemos a hablar. Sabe bastante de mí, mucho más de lo que pensaba.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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