Basta, ¡ya no viajaré más!

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La frase de Cesare Pavese no es esa pero se parece. Lo que Pavese dijo fue, “todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. Unos pocos días después el gran escritor italiano se suicidaría. Este es de los posts que a mi madre le ponen nerviosa. No pasa nada, yo no tengo pensado hacer lo que hizo Pavese ni por asomo. Lo único que quería decir es que después de siete años viajando sin parar por medio mundo, me apetece parar, descansar, quedarme en casa. No me apetece viajar.

Por eso últimamente evito moverme demasiado y no siento ningún tipo de envidia por aquellos que se van a Fiyi a Hawái o a Brasil llevando a cabo lo que parece haberse convertido en la actividad más valorada por la sociedad como síntoma de prosperidad: viajar.

Pues yo paso. Tan solo pensar en el tiempo que lleva organizar un viaje, unas vacaciones, todo el rollo del aeropuerto y demás, me produce una gran pereza, un tremendo cansancio. De repente adoro mi casa, mi sofá, me he enamorado aún más de mis libros… Y aparte del confort doméstico, lo único que deseo es pasear alrededor del compound, bordear la laguna, observar las montañas y de vez en cuando perderme en la playa de March Girls.

“Te estás convirtiendo en un minimalista”, me whatsapeó un amigo el otro día. Es posible que algo de eso haya. Y es que además de evitar los viajes, también estoy intentando deshacerme de los aparatos y cosas que en realidad no utilizo. Por eso la pasada semana vendí mi televisión de 42 pulgadas, un enorme artefacto que llevaba plantado en mi salón más de dos años sin mucho que hacer.

La tele estaba ahí, yo la encendía mientras desayunaba pero no estaba seguro si la estaba viendo, probablemente no. Apenas subía el volumen porque el sonido sencillamente me molestaba. La dejaba ahí, entre susurros. Por un tiempo estuve viendo Al Jazeera, la BBC, pero me cansé del bombardeo (y nunca mejor dicho) de noticias negativas, de la batalla de Alepo, de la dictadura de la visión anglocéntrica, de la parcialidad de unas noticias donde se representan a todos los árabes y musulmanes como locos fanáticos, sin contarnos nada de los bombardeos occidentales en oriente medio y un millón de cosas más.

Por un tiempo pensé que el canal de Sundance ese canal donde ponen películas de corte independiente, me salvaría. Veía con atención estas pelis progres, indies, esos largos primeros planos, pero también me acabó cansando tanta lentitud, tanta profundidad. Aun así, la tele resistía también porque durante un tiempo podía ver en la Fox los partidos de la liga española, los goles de Messi, las galopadas de Suárez, las virguerías de Neymar, pero resultó que la Fox decidió no renovar los derechos de La Liga para Papúa Nueva Guinea y fue así como la liga española desapareció en favor de una Bundesliga aburrida, ‘monobayernizada’.

Ya sólo me quedaba el tenis, el Open de Australia, Roland Garros, Wimbledon, el Open USA… pero estos grandes torneos sólo tienen lugar en momentos puntuales del año… Así que la mayoría del tiempo veía la tele sin verla, mientras leía las entrevistas de Jot Down en mi móvil, o le echaba un vistazo a las páginas deportivas. De la tele me llegaba el murmullo, los ecos de las batallas de Siria, el careto de Trump, más desgracias. Parecía que el mundo se iba a acabar en cualquier momento y que uno era de los pocos supervivientes. Entonces, me dije algo así como, “basta, ya no veré más esta basura”, y tomé la decisión de vender la caja tonta. Saqué un par de fotografías y las colgué en el foro más concurrido de Port Moresby. A los pocos días, empecé a recibir mensajes de gente interesada en el cacharro. La gente regateaba, no acababan de decidirse, hasta que una filipina metió el acelerador y apostó fuerte por la tele.

Un par de días después se presentaba en mi casa con su marido (con gorra a lo Justin Bieber) su hijo pequeño y un papú. Al principio portaban un rostro desconfiado, algo ligeramente parecido al temor. ¿Quién sería este vendedor de aparatos de segunda mano? ¿Será fiable? Pero cuando vieron el pedazo de televisor, les cambió la cara en un santiamén. “Es toda vuestra”, les dije. Entre el marido filipino y el papú la levantaron en peso con muchos apuros. El niño mientras tanto daba saltos. La mujer filipina sonreía como Heidi. Les acompañé hasta el parking y nos despedimos. Cuando volví a mi apartamento, me encontré con el mueble del salón desolado, ese mueble donde antes descansaba la televisión, totalmente vacío. Había una sombra de polvo, la tele no estaba y de pronto me quedé mirando la sombra, dudando tal vez, hasta que un abrazo de silencio extraño, amigo, me inundó y empezó a llenarme de paz. Empezaba a soltar lastre, a abandonar el consumismo irracional, empezaba a encontrarme.

Liberadillo, ahora le tocaría el turno al equipo de submarinismo, ese equipo que compré por la bien intencionada presión social que uno recibe cuando aterriza en Papúa Nueva Guinea, “tienes que bucear en Papúa Nueva Guinea, es uno de los mejores sitios del mundo para hacerlo”.

A mí, que nunca me han gustado las actividades acuáticas, observé un tanto estupefacto como compraba un equipo de submarinismo repleto de artilugios que me resultaban extraños. Por supuesto aprendí a bucear, pero lo mal que lo pasé en mis primeros buceos y la pereza que me daba todo el proceso, eran claros síntomas de que bucear no era exactamente lo mío. No fue raro por tanto que dejase de bucear al poco tiempo. Y fue así como mi equipo de submarinismo se quedó en casa, “muerto de risa”, chupándome energía día tras día.

Claro, también tomé la decisión de ponerlo en venta. Me lo curré: encima de la cama, puse todo el equipo bien ordenadito, reluciente. Al igual que había ocurrido con la tele, no tardé en recibir mensajes en Facebook. De nuevo el juego, el regateo, hasta que un neozelandés con tatuajes se presentó en mi casa y puso encima de la cama los talegos, menos de lo que habíamos acordado pero bueno.

Después de pensarlo varios segundos, le dije, “venga, vale, llévate todo”. Cuando el tipo desapareció de mi casa con todo el equipo, respiré profundamente, libre. Esa misma tarde miré mi móvil, “ahora sólo falta deshacerme de internet”, pensé. Pero eso parece más complicado de momento porque ahí uno puede decidir o al menos eso es lo que cree.

¿Y tú? ¿Te ha pasado alguna vez que te cansas de algo que la sociedad vende como “necesario”? Me gustaría mucho escuchar tus experiencias.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

4 comentarios
  1. La verdad, me viene como pendiente a la oreja este post. Estoy a las puertas de una mudanza y estoy deshaciéndome de muchísimas cosas. Y cuanto más espacio voy dejando al vacío más me doy cuenta de que nada, excepto el aire, es necesario. ¿Los libros? a la biblioteca pública los leídos (así los tengo localizados por si la nostalgia me lleva a acariciarlos) … así con casi todo. Y aún siendo mínimo el bulto que arrastro conmigo, si me pongo drástica, lo reduciría a la nada también. Liberadora. Es liberadora la vida del caracol.

  2. Eso es tener valor, ese valor que pocos conocemos tal vez por el temor de descubrirnos a nosotros mismos y no saber qué hacer con nuestrvs vidas, con nuestros vacíos, descubrir que no solo es el vacío físico sino el vacío del alma. Sentir que necesitamos la opinión, los “consejos” de la mercadotecnia y la publicidad para sentirnos reconocidos y aceptados en nuestro círculo social.
    Por casualidad me encontré este artículo y me da gusto saber que hay personas en el mundo que empiezan a valorar lo verdaderamente importante que es lo cotidiano y la sencillez, que es lo que ciertamente nos conecta con lo divino. Felicidades.

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