Últimos días en Malasaña” (1) de (6) “Porque el amor se acabó entre ellos

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Porque el amor se acabó entre ellos. Porque él vivirá en algún punto de Madrid que desconozco y ella será una nueva vecina de la glorieta de Bilbao, no lejos del Café ComercialPor eso ya no dormiré más en Malasaña. Se acabó.

Ellos, la pareja, eran siempre mis anfitriones cada vez que me desplazaba a Madrid. Allí, en un piso del barrio de Malasaña dormía yo. Lamido, querido e incordiado por dos perros. Una grande y boba, otro pequeño y listo. Olía a can en la casa. Bastante, esa es la verdad. Sí, allí, en el piso, tendido sobre un colchón cerraba los ojos cada vez que iba a Madrid. Junto al cuarto de la tele que a su vez se pegaba a la calle: los tapones eran necesarios, so pena de escuchar a todo el barrio hippie guay caminando sobre tus oídos.

El piso era largo y poco ancho. Como un tubo de ensayo, una regla dividida en varios compartimentos donde a mí, me tocaba el cuarto del cine. Allí donde una pantalla enorme se posaba, lista para proyectar.

Mientras pasaban los días, ellos trabajaban y yo, a veces miraba las fotos que adornaban la nevera, las paredes. Los dos juntos, felices, riéndose. Y los perritos con caras de buenos de un lado para otro, y recordaba que qué jodido son estas cosas del amor. Vivía yo ahí, los últimos coletazos de una relación que se consumaba. Hasta hace poco abría la nevera, buscando un cartón de leche y en frente te encontrabas con sus caras, juntos, pegados.

Así que estuve en Madrid una vez más la semana pasada. ¿El motivo? ¿te importa? Apenas sin dinero, como un Rimbaud arruinado recorriendo Europa con apenas unos francos en el bolsillo. Ese era yo, más alto que el francés, más moreno y con euros en vez de francos. Con pocos euros, pero con euros.

Pero uno cuando tiene que sobrevivir, por lo visto, puede sobrevivir. A base de espaguetis, ensaladas, sin rozarse por un restaurante, midiendo la noche, sacando la calculadora y contando los días. Y así.

A la ida, viajando con Easyjet volví a estar a punto de perder el avión. No sé como me las arreglo, pero siempre acabo llegando al aeropuerto con la soga al cuello. Esta vez no iba a ser menos y al plantarme en la casa de la utopía (léase aeropuerto) me encontré con una cola que casi llegaba a la entrada. Miré la hora: tenía diez minutos para embarcar.

Pensé en colarme a lo bestia, como aquella vez en el concierto de Silvio Rodríguez en la fiesta del PCE, pero decidí esperar, ponerme a la cola. Los minutos iban pasando y la peña se movía… Llegué justo, olvidándome de una maleta, que recuperé tras decirle a un señor afeminado que me guardase el sitio. Y pensé que al final todo sale bien, que es muy difícil perder un avión. 

El viaje en avión iba a ser un viaje de lectura. Saqué mi libro y me puse a leer. Pronto, mi misantropía ocasional se fue acentuando ante la fauna que se introducía en el avión. A mi alrededor llegó un grupo de animales con ropa, bestias que se dirigían al Bernabéu a ver un partido del Madrid.

Justo a mi derecha, a escasos centímetros, un tipo rapado, con boca de pescado no paraba de hacerse el gracioso. El que estaba a su izquierda le seguía el rollo. Y empezaron a pedirse rones, y a gritar y decir gilipolleces, y a uno le daban ganas de sacar un puño de hierro y darles en toda la cara.

Estuve hábil y me cambié de sitio en el momento oportuno. Atrás sobrevivían algunos ecos animales que referían a un partido de fútbol de no se qué. Pero de pronto, ya estaba en Madrid. Ya estaba en Malasaña. Ahí estaban los perros. Y dormí. 

Al día siguiente había que despejar la cabeza y por eso me dediqué a deambular por Madrid, con mi metro bus, con mis piernas. Volví al FNAC y comprobé como todavía no tenían (ni creo que lleguen a tener) The Sound and the Fury, tampoco la Casa del Libro, donde una piba me mandó a una estantería de Follet. “Faulkner”, dije yo, “busco a Faulkner”, “¿Libros de fauna?”, me volvió a contestar ella. Me fui a darme un masaje.

La vez anterior, hace unos meses, había salido de la sesión de masajes relajado, excitado, con ganas de permanecer en aquel cuarto de flores, de cascadas, toda la vida. Junto a la tailandesa que introducía sus dedos por todo mi cuerpo. Esta vez me atendió otra tailandesa. Esta era más morena, aproximándose a Filipinas, tal vez, más quemada del peso de la vida, más rutinaria. Pero volvió a estar bien. Deslizó sus dedos por mis dedos, sus dedos por mi espalda, sus dedos por mis orejas. Y así.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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