Soy un drogadicto

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CORRE, CORRE. Cuando corríamos en Monrovia en medio de las chabolas, pisaba la tierra y la arena, esquivaba casetas derruidas, me rozaba con los techos de zinc que se caían. A veces me paraba y un montón de niños nos sonreían. Uno de ellos imitaba mis saltitos junto a una roca, hip hop, hip hop, y luego se unía al grupo. Seguíamos esquivando a la pobreza, transportados en nuestros cuerpos blancos, avanzando, avanzando y de pronto introducíamos un pie y el otro en una sonda de silencio. No es posible, aquí sólo había arena, trozos de madera abigarradas, una paz descomunal, hermética. Morir aquí en Monrovia. De paz absoluta, de silencio anestesiado. Caer de espaldas.

Miro hacia atrás. Veo casas color turquesa, el cielo es de salmón. Veo otra casa de dos pisos. Sus balcones están negros, grises, arrasados por una espátula invisible y carnal. Alguien ha vomitado en las paredes, dotándolas de un rostro pionero, provocando una indigestión de colores, una intoxicación salvadora. Seguimos corriendo los blancos. Y nos llega la música.

Creo que tengo que parar y beberme toda esa música. Ando un tanto cansado ¿sabes? La emoción busca su oportunidad. Escuchamos un góspel sentido, unos cánticos profundos y al poco interfiere la voz de un rapero que nos invita a saltar y a descubrir. Una mezcla de músicas. ¿Cómo es posible tanta energía? Emborrachados de vida, locos por conocer, locos por conocer, desembocamos en la playa. Esto es demasiado.

Al liberiano que lidera el grupo no le hace falta entender el mundo, tan solo avanza. Nos recibe un mar celeste, una brisa, unas palmeras, todos los colores, toda la emoción. Y cuando los escucho, me hermano con ellos, con ellas. Me hermano con los liberianos. Los veo como parte de un sueño del que no se saben partícipes. Tan solo están. Viviendo. Su forma de hablar, comiéndose las palabras, chupando saliva: todo tan tropical que aspiro a fundirme en paisaje, palabras.  

Me fijo en ellas. Algunas llevan lentillas naranjas, proyecciones felinas que contribuyen a la onírica bebida que estoy tomando desde hace un tiempo, el chute de frambuesas, piña colada y coco que al parecer me estoy inyectando en algún lugar de Monrovia. Y como buen drogadicto, como drogadicto responsable, cumplo y también me digo un día, lleno de tristeza, gran melancolía, que como es posible que me haya enganchado a Liberia, a África.

Es absurdo. Se trata de una droga dura que no necesita de terciopelo, teatro, un metro, una noria y un camarero antipático. Esto va más allá, hermano.

Consiste en un caleidoscopio al que no hay que entender, al que no hay que preguntar. La calle de Monrovia arde, las gallinas corretean, las motos ronronean, las mujeres portan sobre sus cabezas un cubo de milagros. Y pienso entonces en esnifarme toda Liberia, toda África. Ya no puedo más. Hablamos de una droga engañosa, estúpida, que juega a parar el tiempo, una parada en el tiempo.

Y vienen los recuerdos de América, de la vieja Europa, de donde se supone que pasan las cosas. Tan estúpido suena ya dicho etnocentrismo. ¿Cómo pude engancharme a esta droga tan barata, tan pobre, tan sucia y que tanto me harta? A veces. Dame más, dame más.

Cuando se hace de noche y nos vamos al Lila Brown, me asaltan todos los chicos del barrio, saludándome con una mano, “Carlos, Carlos” mientras extienden la otra, recordando que debo apoquinar. Algunos parecen a punto de llorar. Ni siquiera es de noche. Es otra cosa. Es una ráfaga entre azul, gris, violeta, inundada de lucecitas, coches blancos que dan miedo y cabecitas negras que vienen y van, escoltando la entrada del Lila Brown donde no va a cambiar nuestras vidas.

Seguiré enganchado toda la vida a esta droga. Ya no puedo hacer nada. Me perseguirá cuando abandone Liberia, el continente africano y me atosigará en Chicago, en Londres, en Barcelona, donde me diré que hubo una vez en Liberia donde me sentía tranquilo, donde me pareció que al caminar por las calles medía siete metros. Monrovia era mía, toda la cercanía, una sensación familiar. Todo eso, fue verdad.

¿Me pasará en el metro? ¿En el cine? ¿En una discoteca de Queens? Me entrará un mono terrible, lacerante, me volveré a decir ¿pero esto no era el centro del mundo? Y alguien me dirá que me ve un poco triste, y a mí me fastidiará mucho la frasecita y diré que no, que todo está bien, que no pasa nada, mientras la cabeza ya está recordando esas cabalgatas nocturnas en Monrovia, esas noches donde el tiempo había sido cruelmente asesinado, degollado, donde el espacio era una burla, y donde uno era simplemente una estrella que buscaba más estrellas. En unas carreteras vacías, en un escenario propicio, al son de una música cada vez más energética. Vamos.

¿Cómo no caer enganchado? ¿Cómo no echarse a perder? En New York les diré que queremos regresar ya a casa. Me mirarán extrañados. Mira, es Noviembre, aquí hace frío, mucho frío. Y cuando un temible taxi me deje en alguna calle londinense, tal vez Lexham Garden, subiré varios escalones, y entraré en ese hotel parisino de la Place Clichy y me tiraré sobre la cama, me quitaré la ropa y empezaré a dar vueltas, a restregarme con las sábanas, a saltar, a gritar como poseído, atrapado en un mono irremediable, definitivo e infinito que respondía a un solo nombre: África.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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