Quiero comerme las paredes de Liberia y volver a saltar

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Alguna vez he tenido ganas de morder un trozo de pared en Liberia, un pedacito. Alguna vez he tenido ganas de darle una buena mordida a esas paredes color vainilla, color chocolate, la turquesa.

Otras veces la veo. A la dama que todas las noches se suicida un poco en UN Drive. Restándose minutos con toda la intención. Es ella, la mujer de los tres trapos y pelo corto que se posa sobre el generador de Ocean View compound, que lo abraza, que lo reclama. El día sin sol que me acerqué a su aliento para decirle que abrazar el generador era malo, me miró ahuyentada, desde abajo, sorprendida quizá por un eco que se dirigía a ella después de tanto tiempo. Un poco de atención, eso es casi todo. Pero ella me enseñó la espalda para envolverse una vez más en el generador. Los amores que matan.

Yo también he perdido la referencia de las cosas en Liberia, del objeto, del espacio, y al darme la vuelta he creído que derribaba al casero libanés, que camina en un día sin sol, como si pasease para otro escenario, como si se vistiese para otros ojos, como si caminase para otros árboles. Es él el que frotándose el dedo pulgar con el índice me dice que la mujer de los tres trapos y pelo corto fue rica una vez… “Luego mató al marido y”, ahora se ve con el generador, sigo yo para mis adentros. El generador tiene algo. Algo que a lo mejor no tenía el marido. El generador da calor. Mucho calor.

Sigo caminando por UN Drive y me encuentro con mi colega Peter. Se queja de los franceses, “están por todos lados”, yo replico, “¿y los ingleses?”, me mira con una sonrisa que es pequeña y me responde, “pero eso es normal”. Otro día estoy en Gbarnga, escuchando el alegato risueño de la ruandesa Amy en el otro costado de la mesa.

Porque es Amy, la que está sentada en este restaurante paquistaní donde sabe a tierra, almacenes, los perros. Amy mueve mucho la cabeza, enseña los dientes, vuelve a sonreír, casi baila, es sonora, y cuando me siento a su lado para averiguar lo que cuenta la mujer de Ruanda, la escucho hablar de su hermano. Cuenta entre risas que su hermano pasó varias temporadas en cárceles francesas por no tener el pasaporte adecuado, cuenta que su hermano fue expulsado de varios países europeos por motivos (se carcajea) racistas. Y sigue contando entre carcajadas.

De nuevo en Monrovia. Por la misma cuesta del olvido, la cuesta de UN Drive, en un día con sol, porque el sol sale todos los días, baja un hombre dando vueltas sobre sí mismo. Chilla, chilla, el mundo entero le sale de la boca lleno de espinas y erizos, coge, coge una piedra enorme y tras alzarla encima de su cabeza la arroja al suelo con toda la fuerza que le queda ¿Qué es lo que ya le queda?

He escuchado el contacto de la piedra y el asfalto. Sabes que ha sido una fricción seca, un hematoma extraño, tal vez nórdico, una rata perdida en el Ártico. Al asfalto no le gusta que le tiren esas piedras. Las piedras quieren estar tranquilas. Y chilla, chilla, sigue chillando.

Chilla tanto que hasta le escucha el hombre de la maleta raída, Mark Bishop. Ese hombre que va siempre con la boca abierta y el semblante destrozado, como si viniese de recibir un severo castigo de Foreman. Ring, ring, el tejano te va a matar, ring, ring. Se tambalea, luce una herida redonda en la barbilla que le brilla como un chupa chups, un blanco rojizo casi rosa.

Y el hombre de la maleta raída, que es muy alto, va diciendo, “¿Cómo va? ¿Cómo va?”, con esa voz del asalto 15, antes de caer. Pero apenas le contestan, tal vez recibe un “bien” que suena tan tan, que sólo te preguntas si aguantará, si lo volveré a ver.

Luego habla Comfort para confesar, “el día que escuché los disparos en Lofa supe que tenía que irme de mi país. Hice las maletas. Me convertí en refugiada y me fui a Guinea”. “¿Y, cómo cruzabas la frontera?”, “Simplemente caminaba, llegaba, miraba, buscaba un poco de comida y dormía”. Y añade, “me lo pasé realmente bien siendo refugiada en Guinea, pipa”. Al fin y al cabo un viaje siempre es un viaje. Digan lo que digan.

De nuevo interviene Peter, esta vez para acercarme el periódico The Observer y mostrarme una frase del antiguo presidente Samuel Doe, “mi Kalashnikov es mi doctorado”. ¡Torero, torero! Sigo caminando por UN Drive y me encuentro con un amigo australiano y me dice que lo más fácil es asesinar en África, en Lagos por ejemplo.

La policía nunca puede encontrar a los autores porque los africanos se parecen todos, son casi iguales ¿cómo los distingues, eh?” Y sigue caminando, y alguien me saluda como si me conociese de algún sitio, y le respondo con un gesto con la mano estúpido, inseguro, y sólo con mucho esfuerzo adivino que ese muchacho custodió mi compound una época. Debe ser él. No puedes distinguirlos a todos, hermano. No puedes. Pero ellos si te conocen bien. Bastante bien.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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