¿De verdad me estás ofreciendo esto?

Liberia

Al principio no hablábamos. Nunca, jamás. Ni siquiera cuando ponía los pies en el abigarrado Nissan Sunny que pretendía ser amarillo y le hacía algún comentario amistoso, cercano. Ojo. No soltaba inocuas palabras referidas al tiempo no, mucho peor: mi lengua salpicaba una amalgama de estúpidas frases del tipo, “allá vamos”, “hoy si que hay tráfico”… frases que se sucedían a esas quejas físicas que uno suelta dentro de un ambiente confiado como, “eeehh… buf” parafraseando el esfuerzo de incorporarse al sillón del coche. Y luego sí. Es cuando venía el “allá vamos”. El “hoy si que hay tráfico”. O “Buf”, ese es un gran clásico, el Buf.

Pero ni aún así: el taxista tan solo esgrimía una ligera mueca mirando hacia el suelo. Cualquiera podría decir que el hombre sonreía un tanto forzado, con esa misma sonrisa que perfilas cuando te presentan a un tipo con corbata. Así que cada vez que llamaba a Flomo para que me llevase aquí o allí, el trayecto se convertía en una travesía aséptica, muda, fría y cortante. “Allá vamos”.

A pesar de todo. Nunca me rendí. Lo fui estudiando progresivamente, yo también conozco a los del campo my friend, y así, poco a poco el tranquillo se fue dejando coger y empecé a plantearle cuestiones políticas, futboleras, todo eso. Flomo al principio movía la cabeza oxidadamente, respondiendo casi con monosílabos, no pasaba de dos frases.

Pero yo insistía en mi amistoso interrogatorio y el taxista ¡oh milagro! fue relajando paulatinamente sus hombros. Y habló. Un día habló. Ocurrió cuando le pregunté por Ellen Johnson Sirleaf, la presidenta de Liberia, y ya no paró.

“Los demás son unos papanatas (traducción exacta) apenas saben leer y escribir, ésta al menos tiene formación, ha estudiado fuera, conoce el mundo”. Y a lo bobo a lo bobo, el hombre empezó a soltar una perorata fluida y animada que consagró inesperadamente nuestra amistad.

Todo cambió.

A partir de ese día cada vez que lo llamaba nos sobrevenía la risa. Yo saludaba con el “eehhhh… buf”, cuando me subía en el coche, y el manejador correspondía con un cálido saludo, “¡hello sir!” y ya constante la plática indefinida, la sin hueso en acción y las historias sucediéndose. Entre otros asuntos de enjundia, me contó Flomo que tenía seis hijos, “¡six!”, me dijo con cara de viejo pillo, “¡six!”. De diferentes mujeres faltaría más. En realidad también contó Flomo, él no es de aquí sino Sinoe County. Su madre lo trajo a Monrovia, a la capital, hace muchíiiisimos años. Para ganarse la vida. Y desde entonces. Aquí nació su familia.

“¡Six!”, me volvió a decir. Y yo asentía. Pero Flomo reiteraba, “¡six”, y fue ese  mismo miércoles cuando se inclinó sobre su costado derecho para recoger de la guantera su cartera y extraer de ahí unas fotos. Six. “Esta es mi hija”, me dijo de repente, poniéndose un poco firme, sacando el pecho que se saca en los barrios. “Esta es mi hija de catorce años”, repitió. “Se parece un poco a ti”, le dije, sí, como lo de “hoy sí que hay mucho tráfico”. Pero Flomo agitó la foto para que me fijase mejor en el retrato y añadió, “she is beautiful”.

El Nissan Sunny de pronto parecía que avanzaba más despacio, le costaba progresar. “She is beautiful”, seguía diciéndome Flomo poniéndome ahora la foto casi en la nariz. Podía oler la foto tío y yo asentía, no sé, asentía sí. Y Flomo luego desplegó las fotografías al lado de la caja de cambios para que el rostro de su hija fuese fácil de visionar durante el trayecto que no se acababa. Creo que yo asentía, sí, no sé. Y al poco, coincidiendo con los gritos de un vendedor que ofrecía “mata ratas”, Flomo dijo serenamente, “ella puede ir a tu casa”. Y me miró en los ojos. Esperó. Continuó, “ella puede ir a tu casa y estar ahí” y me miró en los ojos. Esperó. “Estar ahí”, volvió a decir.

Y lo de estar ahí, era difícil de procesar. “Reinicia”, como te diría un informático, aconsejó mi cerebro. ¿Será eso? Oye, dime por favor, ¿será eso? Mi cerebro compuso de repente una imagen: yo entrando en mi casa y una niña de catorce años sentada en mi sofá color salmón. Yo abriendo la nevera para agarrar una Club Beer, y una niña sentada en el sofá naranja. Yo abriendo la puerta del salón y la niña ahí sentada en el sofá. Yo por la mañana desayunando, y la niña en el sofá. Cenando una ensalada y ella estaría ahí. Mirándome en los ojos. Destruyéndome el iris.

¿Será eso?

Hace mucho calor dentro del coche y parece que nunca llegaré al Royal Hotel. Flomo y yo nos hemos mirado varias veces. Entre silencios y silencios, el taxista me ha vuelto a decir con el labio un poco levantado que su hija estará ahí, la boca entreabierta, como si esperara que yo cerrara la frase. Me asfixio.

Me estoy asfixiando. Tú también te estás asfixiando. Ya no tienes oxígeno amiguito.

Y cuando salgo del coche, cuando salgo del coche por fin y veo como el Nissan Sunny se va perdiendo poco a poco entre la marabunta de vehículos, todo terrenos y chatarras móviles, siento, sabes, siento algo.

Algo parecido a lo que sentí a la noche cuando llegué a casa asfixiado. Cuando abrí la puerta y me encontré con un sofá color salmón. Con un sofá que parecía hablarme de espaldas, que parecía moverse como las arenas movedizas, que me miraba detrás de un arbusto, y me revelaba desde ahí que hay otros mundos, otras realidades. Esa noche preferí sentarme en la silla de la alcoba.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

4 comentarios
  1. ¡¡¡El relato, lo encuentro, fuertísimo!!! pero me dá una pena….tendrá, que ser terrible poner a tu hija en venta. Cierto que es otro mundo, que no llegamos a entender.
    De todas formas, ¡¡¡que bien relatado!!! y se ve que eres muy sensible, Carlos!!!!

  2. querido amigo:
    este relato es realmente grande, fabuloso, lleno de realidad desgarradora, de sintonía, de un viaje al lado más oscuro, al del temor por la verdad en 3d de un territorio que nos es desconocido y que aterra. me ha tocado el alma. gracias Carlos, de nuevo mi más sincero agradecimiento por este y todos los post q queden por llegar. bravo.

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