Y un día me fui al terreno liberiano (2) de (9) Quiero tener cuarenta hijos

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Al volver al coche, les cuento a Fred y a Alex lo que escribió Kapuscinski una vez sobre Liberia en su obra magna, Ébano. Lo de la degollación si no les entregaba dinero a los muchachos que velaban por su sueño. Fred no puede reprimir una risa, Alex flipa con un “oooooo”, y a mí, que Kapuscinski me cae bien y me lo creo bastante (aunque a veces…) me da por equilibrar la situación diciendo que el escritor polaco estuvo en Liberia durante la guerra, a pesar de que no aclara si esa particular crónica de las potenciales degollaciones se refería al período bélico o no. Sea como fuere, es un tanto asombroso lo que cuenta el escritor polaco sobre su estancia en este país. Nunca he tenido la sensación de que los que cuidan de mi casa me degollarían si no les diese dinero. Hasta ahora.

Dormir en Gbenequelleh.

En realidad íbamos a dormir en la casa de un cura en Duata, otro pueblo. Pero llueve, llueve mucho porque estamos en la temporada de lluvias y además pronto se hará de noche. De modo que dirigirse ahora otro pueblo sería un riesgo estúpido o más bien un riesgo cretino.

Antes de que el sol se lo ponga en Gbenequelleh, nos acercamos a una plantación de arroz subvencionada por el proyecto. La plantación parece una salinera, es cristalina, parecen piscinas naturales. Fred discute sobre la distribución del arroz con uno de los ¿agricultores? ¿campesinos? ¿locales? Bueno, se trata de uno que defiende una pinta indiscutible de boxeador.

Es un líder, lleva una camisa sin mangas y afirma rotundo, “aquí hay mucho carota suelto. Ahora que viene la cosecha aparece mucho vecino a ayudar, a ver si se lleva algo a última hora. No me da la gana de trabajar para que se lo lleven otros. Esto arroz es mío”. Lo cierto es que las cabañas y las casetas que están pegadas a la plantación de arroz son las afortunadas de poder trabajar en el arrozal.

Pero como da a entender el boxeador, no está claro que va a pasar con la cosecha, cada vez hay más gente por aquí, con derecho o no. El boxeador nos habla desde la puerta de su casa donde no dejan de entrar y salir niños, alguna mujer portando una palangana. Fred y yo le prometemos al boxeador que mañana por la mañana resolveremos el lío, repartiremos la cosecha justamente.

Mientras tanto, alguien de nuestro grupo ha hablado con otro agricultor, que tampoco tiene pinta de agricultor, sino de marido joven y nos ha dicho que sí, que podemos cenar en su casa a cambio de muy pocos dólares liberianos. Al rato estamos tres personas alrededor de una cacerola muy grande llena de arroz y pollo y comenzamos a comer como posesos.

La cosa se pone hasta agradable, de tarde de verano y posibilidad, cuando Fred y yo compramos varias Club beers en la tienda polvorienta de enfrente y comenzamos a dar buena cuenta de la birra que resultó estar ardiendo. Entraba igual.

La noche ya es noche, y el silencio se acompasa con sonidos naturales, armónicos, tierra. Le llenamos el caldero a Musa, uno de los chóferes que no ha comido nada y no lo hará hasta la madrugada porque es mandingo y está de Ramadán. Me dice  Musa que quiere tener cuarenta hijos, que ya lleva seis. También me dice Musa que es del Barça “porque somos los mejores”. Los vecinos se van arrejuntando en cabildos que se organizan en cada esquina. En frente de ‘nuestra’ casa se han reunido también varios hombres. Uno me dice que le compre una cerveza y luego llega otro con una camiseta blanca y se pone a hablar de la “sociedad humana”. Que si todo está en la sociedad humana y otras historias. Yo me he puesto los pantalones largos por aquello de los mosquitos, mientras vuelvo a escuchar lo de la sociedad humana. Todo es del color de la paz hasta que un muchacho cae con su moto en medio del pueblo.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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