Y un día me fui al terreno liberiano (4) de (9) Lleno de cerdos, entrada en Nimba

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LLENO DE CERDOS. Ocurre en Green Hill Quarry, el siguiente pueblo que tiene forma de tobogán, de ele, como si se inclinase, nos caeeemos. Estos cerdos son además escuálidos, resaltan los huesos, son sucios y corretean por toda la aldea. Comen mucho los cerdos. Comen tanto los cerdos que son un auténtico problema en Green Hill Quarry, son ellos los que se zampan el alimento de los residentes del olvido.

Lo que faltaba. Y como todos los cabrones, son hasta graciosos, simpáticos. Cuando los ves por ahí saltando como niños revoltosos, sólo te dan ganas de reír. Buenísimos para llevárselos de marcha. De estos que se quedan hasta las cinco, las seis de la mañana y te dicen, “venga tío, que hay un bar por  aquí cojonudo”. Todos los cerdos del mundo. Son geniales.

Y mira que se lo tienen dicho: los cerdos dentro del redil, dentro de las vallas. Pero los puercos, como todos los puercos, se escabullen por el primer hueco y escapan para devorar todo lo que encuentran. Sin embargo. A veces hacen caso. Un poquito. No son tan anárquicos, no son tan fieles a Bakunin, a los Sex Pistols y a veces los cerdos obedecen.

Ocurre cuando la mujer que nos acompaña les grita, más bien gorjea con unos chillidos de gorrión herido y entonces los cerdos, algunos cerdos, se aproximan educadamente entre los perros flacuchos que también deambulan por aquí a su bola. Son los perros que olvidaron las caricias, vitrificaron la mirada y se les cuajó el semblante de la supervivencia y la tierra. Se les ve como lejanos, como esa mujer.

En el siguiente pueblo donde nos paramos, Shilling Town, los cerdos también campan a sus anchas. Aquí vemos varias plantaciones de casava financiadas por el proyecto y nos ponemos en marcha muertos de hambre, con esas caras pálidas que se nos pone a los seres humanos que hemos nacido en el planeta Tierra cuando no hemos probamos bocado.

Más tarde, no muy lejos de aquí, logramos encontrar una especie de local con víveres. Aquí estoy yo, en medio de un pueblo perdido pegado a una carretera que no es una carretera, sino un intento de algo.

Ante la sed, empino el codo y Fred me dice que tenga cuidado con el agua (H2O), por aquello de la disentería. Y como la disentería es arte, bebo, bebo más agua. Toda el agua. No, no es cierto. Ante la advertencia de Fred ¡opté por no beber agua!

Unas horas más tarde me despido de Fred y de Alex y me adentro de nuevo en Gbarnga, donde me reúno brevemente con otra ONG internacional. Allí me recibe el despiste, o lo que es lo mismo: André, con el que quedo para mañana. Fuera, la organización liberiana que trabaja con la ONG internacional y con la que también me reuniré mañana, descansa dentro de varias cabañas mientras cocinan al carbón y cuentan cosas africanas que a uno le caen como pingüinos en el desierto. Y todo es eso. Un conflicto de referencias.

Atención.

Un hombre me dice que suba en un Toyota Hilux marrón. Hago caso y me deja en el Hilltop Hotel de Gbarnga. Un hotel por aquí, por Gbarnga. Un hotel. No hay nada como la sensación de un hotel. Pienso en ello cuando se está poniendo el sol y camino por un pasillo acariciado de murmullos que apaciguan mis pasos…

Pienso en la ginebra, no sé por qué, mientras sigo a uno de los empleados que se adentra en mi habitación de moqueta azul. El tipo se agacha en las esquinas para rociarlas de spray anti mosquitos. Chis, chis, suena más o menos así. Ahí está la mosquitera, orgullosa como todo palio. Puedo sentir la presencia de los mosquitos, se ven como puntitos negros, diminutos, planeando irregularmente, otros ya se han estrellado contra la mosquitera.

Conecto la tele y a través de una pantalla llena de puntos rojizos, grises y otros reflejos incandescentes, puedo adivinar un partido de fútbol de alguna liga africana. Y luego corroboro: es el peor partido de fútbol del mundo. Una gozada ver el peor partido de fútbol del mundo. Es sabido: los humanos siempre lo hemos pasado bien pasándolo mal. Lo cierto es que parece que el campo es enorme ¡cómo cuesta llegar a portería niño!, ¡pero pásala ya!

Lo de la imagen de hotel cómodo (se veía venir) va perdiendo un poco de credibilidad cuando descubro la palangana del cuarto de baño, cuando me cuesta hallar el agua, toda esquiva ella. Pero lo que molestó realmente, fueron los ruidos. Ruido, ruido, ruido. De todos los tipos. Ni el mejor batería del mundo tendría tantos recursos como los ruidos de Gbarnga.

Gbarnga se despierta a las cuatro de la mañana, a las cinco. Y cuando estás durmiendo pegado a la carretera lo compruebas en tus oídos. Se te cuela el motor del camión cargado de diesel, el quejido de las motos, el jardinero, al otro que se le olvidó las llaves no sé donde, los gritos, yeah ¡ma man!, ¡I said!… y empiezas a dar vueltas, y otras vueltas, dices palabras feas y entre más vueltas y más vueltas me digo que levantarse pronto no tiene porque ser proporcional a la eficiencia. Levantarse no tan pronto, incluso tarde, puede ser eficiente si uno es eficiente. Seguro que los cerdos me entienden.

Atención.

Me viene a buscar el Toyota Hilux marrón y al cabo de unos minutos tenemos una reunión disparatada en el local de la organización internacional. André me ha entregado un programa que dice que el almuerzo es a las 10.30 de la mañana (?). Rectifica. Mientras, los de la organización liberiana están por ahí, pasando, algunos se sientan, unos en sillas, otros en la ventana. Paciencia, la paciencia. Empiezo a hacer preguntas, recibo balanceo de hombros, más ambigüedad, dispersión. Vale. Vamos. Y acto seguido nos montamos todos en el Toyota Hilux marrón.

Ay mi madre.

Aquí estamos, atravesando carreteras rojas, bordeados del verde requeteverde, todo es rojo y verde, rojo y verde, verde, verde, rojo, rojo. Hasta que nos metemos en el condado de Nimba (más verde) y nos bajamos en Kpain, donde un tipo recostado sobre un camión me dice que si no tengo botas para él. Mientras, uno de la organización que va en moto, se encarga de movilizar al pueblo que va acudiendo ordenadamente, al ritmo, a ese ritmo.

Volvemos a crear expectación, esta vez en Kpain y nos metemos en una especie de parroquia donde el jefe tribal preside la reunión. Todo está oscuro, pero es fácil reconocer el rostro de Ray Charles del jefe, su mirada inteligente, porque la peña del campo es más lista que el hambre tío

¡Buf! El de la moto me presenta al grupo, dice algo. Y ahora. Me toca intervenir y les vengo a decir que deben aprovechar lo que se les está dando, que tienen una buena oportunidad para hacer algo importante. Es verdad.

Luego se inicia un debate. Me vuelven a pedir cosas, quieren que les resuelva asuntos… Otra vez. A mi derecha hay dos tipos que están empezando a roncar plácidamente con sus cabezas encajadas en sus rodillas. A su vez, el de la moto tiene una sonrisa entre burletera y burletera. No sé si es su cara per se o qué, pero mosquea. Más listos que el hambre, hermano. El mismo de la moto cambia de careto por fin y me dice al poco, “Carlos, esto es África, vente a comer con todos nosotros”.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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