Hay más cosas que compounds, oficinas y cenas

Liberia

Sabes, el sonido del mar y el de los generadores se parece. En Liberia, cuando estoy en mi cuarto embriagado de penumbra, y el aire acondicionado ha dejado de resoplar, puedo escuchar la embestida de las olas rompiendo contra la playa,  puedo sentir la llegada del mar presentándose soberbio ante las chabolas de zinc que lo observan impotente.

Aquí no te puedes bañar.

Una inmersión puede llevarte al encuentro de una corriente que te trasladará a cualquier sitio menos a la orilla. Entrar en el mar es también para los locales un viaje laberíntico a la escatología más profunda. Debes conformarte con mirar al arrogante mar. Con escucharlo.

Y a veces no sé si es el sonido del mar bravío, o el del rudo generador el que se introduce por mis oídos llenándome de paz y de distancia. A mí no me molesta el mar como a Nietzsche en Niza, puedo dormir. Porque me llega en realidad un resquicio marino que ya se ha dejado toda su fuerza atronadora en la primera línea de la playa, entre el zinc y las casas con las mejores vistas al horizonte… para presentarse ante mí manso y potencial.

Entonces, cuando el aire acondicionado ya ha congelado la habitación para ahuyentar a los mosquitos, apago el aparato y lo oigo. Al mar, al generador. Y todo está bien. Y duermo.

He podido saber. También que pocas nominaciones tienen más fuerza que nombrar una ciudad. París, Nueva York, Londres, Accra, Lagos, Johannesburgo, Tokio, Damasco… Todas guardan un secreto mucho más profundo que la mera fotografía urbana que nuestro cerebro compone al citarlas. Nombrar una ciudad es pisar el terreno de las posibilidades infinitas, de las vivencias agradables y amargas que uno tuvo en ellas o que se imaginó que podían pasarle alguna vez en la vida.

En realidad, yo ya he estado en Nueva York sin haberla pisado todavía. También he bailado en Hawai, he respirado el silencio en Australia. Una ciudad, un nombre. Más allá de un nombre.

Más allá de un país, de un lugar, de un sitio, más allá de la vida.

Y he podido saber. También que uno ha podido estar en infinidad de países y de sitios y sin embargo haber llevado una vida de lo más rutinaria y uniforme. Al ser humano como a los perros, le encanta repetir. Hacer lo mismo. En todos los sitios. Toda la vida. Dejar que la rutina te presente la certidumbre en bandeja. Perú, Irak, Nicaragua, Angola y Benín.

Siempre lo mismo: del compound a la oficina, de la oficina al compound, de una fiesta a otra, de una cena a otra. Un año, dos años, cinco años, siete años, once años, Perú, Irak, Nicaragua, Angola y Benin. Siempre lo mismo: de la oficina al compound, de la cena a la cena. Y así.

Hay otras cosas.

Yo sé que hay otras cosas del color antieu. Hay cosas que son del color antieu. Por eso abro los ojos cada mañana. Me entiendes. Entrar también ahí. Ver lo que se esconde detrás de esa colina, mirar, pisar, avanzar… buscando algo imposible, algo del color antieu. Y entonces te das cuentas. Que las pupilas también crecen.

Añadir que.

Todo el mundo toca la pita en esta ciudad. Hay motos por todos lados. Motos desvencijadas incapaces de rendirse, poniéndose en marcha una vez más, cruzándose suicidamente por todas las carreteras salpicadas de baches y de tierra, de piedras y de asfalto dudoso. Se pita por todo, todos pitan. Pi, pi, pi. Pero al contrario de Europa, pitar el claxon supone una medida preventiva, un “cuidado que paso, cuidado que voy a adelantarte”. En un tráfico de locos al final se agradece tanta bocina porque si no, porque si no… Aquí nadie se molesta cuando le pitan.

Muchos de estos motoristas posan un pie en el suelo y levantan una mano, ofreciéndose a llevarte a cualquier lado. Algunos, muchos portaban las metralletas más modernas del mercado durante la guerra cuando tenían diez, doce o catorce años.

Bajo los efectos alucinógenos de las drogas que el mando militar les obligaba a ingerir, disparaban a bocajarro a todo lo que tuviese piernas. La droga, la falta de lecturas, les hacía sonreír de oreja a oreja cada vez que enfocaban a un objetivo.

Y entonces, con un suave impulso del dedo índice, una bala.

Y otra sonrisa.

Levantan la mano y te dicen que ellos te llevarán. Y si te montas alguna vez negociarás con ellos el precio, y entonces te darán unos cuantos billetes manoseados. Porque aquí todos los billetes están sobados, restregados, sudados, agotados, casi oxidados. Y te bajarás en una calle, que sabes que no es tuya. Que pertenece a otro lenguaje. Algo así.

En esa misma calle me encontré un día a un hombre viejo y de dientes dorados que me acompañó unos metros mientras yo caminaba con mis piernas. Cuando le dije que era español, (español…) me preguntó que qué se hablaba allí, “¿Francés?”, inquirió con una sonrisa de trompetista del Sur que toca en tugurios de madera carcomida.

Más tarde me dijo que el tenía un amigo. Un amigo español que había conocido durante la guerra. “Un periodista”, sacó pecho en señal de orgullo. Y cuando le pregunté si aún seguía en contacto con él, calló unos segundos, y luego mirando al suelo me dijo, “…sí, sí, seguimos en contacto…” y se perdió en su negritud y yo abrí una puerta y me introduje en mi mundo blanco, en mis tenedores, en mis vasos, en mi esponja.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

5 comentarios
  1. me ha encantado. tienes una pluma bárbara. he disfrutado muchísimo y lo mejor, tb estuve allí contigo escuchando el mar y el generador ;o)
    gracias por este viaje astral

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