Estoy aquí, malditos

Liberia

Y se pone a hablar a eso de las siete y cuarto, siete y media de la noche en medio de UN Drive. En realidad, no habla, más bien chilla, vocifera, y otras muchas veces, canta. Lo escucho. Lo veo. Todos los días nada más poner la suela del zapato en la calle, lo veo. Siempre está sentado, recostado, dormido sobre una especie de escenario de cemento que hace tiempo que se apropió. Allí posa destacado, visible a todas horas con su boina tipo Brooklyn.

Ahora ya lo conozco. Ahora ya sé que permanece en silencio todo el día esperando a que el sol se marche de una vez, entonces, ah entonces es cuando reclama su presencia en el mundo, sus minutos de gloria, un decir estoy aquí por favor, estoy aquí malditos.

Lo admito: al principio pasaba junto a él con cierto temor. Su mirada aislada, loca, le proporcionaban un rostro tronado e imprevisible. Quien sabe si. Y pensaba que. Probablemente esa cara se la había tejido la guerra, lo más seguro es que esos ojos se hubieran teñido de distancia al son de la pólvora…

Por eso tal vez yo caminaba rápido, para alejarme cuanto antes.

Y la dentera. Los primeros días me producía una cierta dentera cuando lo veía ahí, encogido, resguardado mientras apuraba un plato de arroz de granos gigantes mezclado con polvo, suelo, basura y lo que fuese. Lo veías ahí, estirando el gaznate, concentrado frente a un plato de arroz rugoso, los granos abultados descendiendo a través de su cuello venoso… y al cabo de un rato, dormía. Dormía.

En realidad, seamos rigurosos, estuvo callado mucho tiempo. Pasaban los días y lo cierto es que ya me había acostumbrado a verlo petrificado, acostado de cualquier manera, mezclando sus labios con unos granos de arroz que lo sumían en la impavidez más secreta. Todo era silencio.

Sin embargo, poco a poco fue despertando y un día comenzó de pronto a cantar. Pero sabes, eran como unos cantos de tribu, de clan, unos cantos de brujo que expulsaba con los ojos cerrados mientras daba saltos, o caminaba para adelante, para detrás, izquierda, izquierda. No le faltaban, no le faltan admiradores, y al poco, alrededor del escenario de cemento no lejos del Carter Center, formando un semicírculo, se juntaba una caterva de groupies espontáneos que miraban el espectáculo entre el interés, la resignación y esa mueca.

Algunas mujeres viejas que pasaban por aquí, dejaban sus bandejas de frutas en el suelo y apoyaban su mano derecha en el borde del escenario y luego, atención ahora, luego asentían. Asentían como si entendiesen a aquel muchacho que ahora ya se ponía de rodillas amenazando a un cielo desconocido, a uno de esos más allá que sólo el camino de la oscuridad y la negación de la luz, ofrecen. Sumergiéndose en el túnel.

Vamos.

Al rato, los admiradores se dispersaban perezosamente, casi sin ganas y luego el hombre, el muchacho, se ponía a mirar a no sé donde, tal vez harto de perderse en la nada, puede que descifrando un código neurológico lleno de más trampas imposibles y tormentos suicidas. Qué emoción tío, qué emoción.

Lo confieso: aún no me ha mirado a los ojos. De hecho, nunca me ha mirado. Ni siquiera mi espalda, ni mi hombro. A pesar de que. Todos los días, tanto por las mañanas, las tardes, lo flanqueo. Pero ojo. La mayoría de las veces yo tampoco lo miro. La suela pisa la calle y yo miro al frente, sin ganas de pararme ante un espectáculo que recuerda.

Pero otras veces, cuando vuelvo, he llegado a rozar casi el escenario de cemento con mi dedo meñique, y he mirado a la izquierda, he girado mi cuello para verlo. Para fijarme.

Y.

Cuando hago esto, cuando me giro, cuando lo miro, sí, él nunca me está mirando. Nunca. Dudo incluso ya de que me vea. De que vea algo. No sé lo que ve este hombre. Varias veces he intentado ¡lo juro! cruzarme una mirada con el laberinto que mata. Y nada. He llegado a mirar también repentinamente hacia atrás, con la idea tal vez de sorprenderlo mirando aunque fuese mi suela, algún punto móvil.

Pero no. Nunca está mirando, él nunca mira. Permanece callado, recostado, comiendo miserablemente ese arroz de granos gigantes para más tarde, cuando el sol se va despidiendo, empezar a cantar, empezar a reclamar su sitio en la nada con su voz chillona, de niña malcriada, de profesora primeriza perdiendo los nervios ante el insoportable pelirrojo.

Sin el sol. Yo ya estoy en casa, sentado. Tal vez abriendo un libro o llevándome un trozo de papaya a la boca, y entonces escucho como su voz histérica se va intercalando con el motor de las motos. Pasan horas, horas. Claro que no sé ni lo que está diciendo, pero a pesar de todo.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

5 comentarios
  1. Como siempre, maravilloso.
    Como disfruto, de tus relatos.
    Son fuertes, como la tierra en la que vives, pero como digo¡¡¡maravillosos!!!

  2. quiza fuere un hombre que tan solo sufria el desconsoluelo de lo que no dijo en su momento, por tener corazon, arremetiendo cada noche contra su mundo, contra si mismo, en la tristeza y la rabia de que no le vieran como realmente es… quizas él tenga una historia hermosa que contar….

  3. Gracias por los comentarios. Yo también estoy convencido de que este hombre tiene algo muy interesante qué contar. Seguiremos investigando. Buena semana para todos.

    Carlos

Anímate a comentar

Tu email no será publicado.

Información básica sobre protección de datos:

  • Responsable: Carlos Battaglini
  • Finalidad: Moderación y publicación de comentarios
  • Destinatarios: No se comunican datos a terceros
  • Derechos: Tiene derecho a acceder, rectificar y suprimir los datos