Y un día me fui al terreno liberiano (7) de (9) La kola es afrodisíaca

Liberia

SAMUEL ES EL JEFE. Lo descubro al día siguiente por la forma en la que todos lo miran cuando me saluda. La mirada puede ser un pasillo por la que transita un líder. Se disculpa también Samuel por no haberme acompañado el día anterior, “problemas mecánicos”. Pero yo en realidad estoy mosqueado con este tío, con casi toda la organización y por supuesto lo saludo atentamente. Esta vez contamos con un Toyota Hilux blanco que supera con creces al marrón que sufrimos ayer.

En este Toyota Hilux blanco, un tercero y hasta un cuarto caben bien. André es feliz. Rum, rum. Desde que el coche se pone en marcha mi objetivo está claro: decirle a Samuel que se lo curre para que el proyecto de arroz y peces avance. Y rodeados una vez más de verde y rojo, trato de ser un tanto sutil, alternando los dardos con chistes baratos y otras fracciones no valorizables, pero sin impedir a su vez la  penetración del mensaje. Esa es la idea.

Samuel es un perro viejo que se las sabe todas y me asiente con calma, como si oyese pero sin estar oyendo, algo así. Va cómodo en su coche Samu, todo emperador, esquivando magistralmente los baches que inundan lo rojo, la carretera, la vida.

Bordeando al grana, a los baches y a los charcos, avanzamos casi en zigzag, supeditados al capricho natural que ha dispersado los obstáculos a su antojo, sin ningún tipo de negociación, sin parlamento.

Pero yo lo veo por el espejo retrovisor y sonrío.

Me refiero al ya emblemático Hilux marrón que nos sigue con el resto de la organización a bordo. Tras muchos tumbos, baches y otras agitaciones llegamos a un nuevo pueblo. Hemos dejado los coches al lado de la cabañas de barro y paja ¿dónde si no? Acude el pueblo, muchas cabezas y de entre la multitud se despega un hombre con gorra que me entrega un papel arrugado lleno de demandas garabateadas. Quieren herramientas. Como siempre. Yo asiento, qué puedo hacer. Y luego me ofrecen un trozo de kola, que viene a ser una semilla pelada del árbol kola con la que se honra a los huéspedes insignes en muchos aldeas africanos.

Le doy un buen mordisco y a pesar de su textura incomestible, su sabor difícil, le vuelvo a dar otro bocado que me sabe aún más extraño. Entonces André me advierte de los potentes poderes afrodisíacos de la kola con una media sonrisa. Todavía me queda un buen pedazo de kola, y no sé qué hacer con él, y al final lo dejo disimuladamente encima de un árbol procurando no ofender a nadie. Cuando me paro un momento para reposar, descubro dentro de una cabaña dos ojos enormes que le corresponden a una niña que me saluda con la mano y luego se esconde.

Y cuando vuelve a salir como un pulpito juguetón, empiezo yo también a saludarla como un bobo. Y así, en medio de un cierto estupor por parte de mis acompañantes, nos pasamos unos cinco minutos: yo saludando, la niña saludando, yo saludando, la niña saludando. Y luego se une otra niña y ahí estamos los tres, girando nuestras manitas. Y por supuesto: en medio de todo, las sonrisas.

Agradecemos a la mujer de uno de los locales que nos haya preparado la comida. Damos buena cuenta y luego nos ponemos en marcha para ver más plantaciones de casava. Caminamos, caminamos, caminamos. Mientras voy saltando diferentes charcos, montículos, la lama, árboles de caucho, piedras, la organización liberiana me saca fotos. Mira el blanquito.

Al llegar a la plantación de casava me encuentro con muchos liberianos descamisados y sudorosos desperdigados alrededor de la tierra. Bebo agua fresca y compruebo como muchos miran el líquido transparente desconsoladamente. Glup, glup, glup. Siento la presión de compartir el líquido y se la alcanzo a un campesino que ante mi asombro se bebe la botella entera en pocos segundos. Toma ya.

Todo el mundo está revoloteando por aquí, los liberianos bromean entre ellos, cómplices, de una forma a la que nunca en mi vida tendré acceso. La lejanía. Me siento un poco político burgués cuando el líder de la plantación de casava me va explicando todo el proceso en medio del preeminente ambiente proletario.

Si llega. Vamos caminando acompañados por una cola de hombres, como un vestido de novia que se confundió de ajuar. Y tras una serie de preguntas y explicaciones, regresamos a Gbarnga.

Siempre regresamos a Gbarnga. Y esta vez hermano, en medio del verde y el rojo, Samuel se revela como un auténtico romántico cuando introduce un CD de lo más meloso. “When a man loves a woman” y cosas así. Pero sabes tío, cuando llega la séptima canción, suena de pronto “I don’t wanna wait in vain for your love”, y este tramo en medio de la nada roja y verde bajo la voz melancólica y sufrida de Bob Marley y bajo los imparables coros que inconscientemente todos susurramos en el Hilux blanco, da lugar a una sensación sideral, proporciona un encuentro con el encuentro y unas alas, y unos trocitos de carne esparcidos. Y dice André, “la canción también podría entenderse como no quiero esperar diez días por tu amor (I don’t wanna wait ten days for your love)”. Ya está bien.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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