Y un día me fui al terreno liberiano (3) de (9) En el corazón de Bong County

Liberia

DUERMO EN GBENEQUELLEH EN UN CUARTO DIMINUTO y sin mosquitera esperando que la malaria no se acuerde de mí. Cuando la noche ya es profunda, se alterna un aplastante silencio con el estruendo de los generadores. Estoy cansado, duermo mal.

A la mañana siguiente sé que Fred ha descansado más que yo cuando se pone en pie con un salto. Noto ese agotamiento que te infringe la falta de sueño. La falta y el sueño. Por la casa entran y salen niños, corretean gallinas. El marido joven que nos ha cedido un techo lleva un chándal y no quiere saber nada. Si uno quiere ducharse tiene que encontrar una palangana y tratar de buscar una esquina, un rincón, pero nadie da facilidades. Sin el agua.

Poco después buscamos algo para desayunar, más bien algo que llevarnos a la boca porque como es natural, el marido joven no tiene nada, menos para nosotros. Fred y yo nos adentramos en una especie de mercadillo, algo así como el color de la carencia.

En medio de cabañas sostenidas por palos escuálidos y un tumulto de gente que va y viene, nos hacemos con varias kalas, un dulce que proviene de las flores. Está riquísimo. Todo el azúcar.

Silba. El marido joven nos silba enérgicamente y nos adentramos con él en los arrozales para intentar solucionar el reparto de la cosecha en Gbenequelleh. Está empezando a llover y el liberiano Alex se sube a un montículo desde donde saca una carpeta. Fred y yo nos miramos, no hacemos nada. El boxeador y otros agricultores se acercan, escuchan expectantes.

Alex escribe algo, parece que garabatea y al poco explica en alto como ha quedado el reparto de las plantaciones de arroz. Y esto para este, y esto para aquel. Nadie rechista, hasta el boxeador nos da la mano. Satisfechos, nos subimos al Toyota blanco (blanco significa blanco) que avanza en medio de la lluvia, la incomodidad. La lluvia y la lluvia. Supongo que en este momento tengo ganas de dormir, de acostarme en cualquier sitio. Una cama, mi reino por una cama.

Tras superar baches y piedras y al propio cerebro que goza molestando, es sabido, nos dirigimos a Duata, el pueblo donde se suponía que íbamos a dormir anoche. Kilómetros y kilómetros hasta llegar a Duata. A través de los árboles. Y es que pareciera que hemos llegado dentro de un globo verde que se mueve, un globo verde que alguien ha envuelto sobre nuestras vidas, un globo que cede tan solo unos agujeritos por donde entra la lluvia.

Bajo la lluvia, nos hemos encontrado gente por los caminos, algunos nos han hecho gestos para que les llevemos. Sólo paramos cuando en un momento dado (en un momento dado) las ramas tentaculares de un árbol en medio del camino nos impide seguir avanzando. Musa se baja para desbrozarlo a machetazos. El machete dándole duro. Ahí.

Y seguimos.

En Duata estamos lo justo para sentirnos observados por el pueblo entero que nos mira dentro de una caseta, debajo del zinc, bajo la lluvia. Llueve. Llueve, y con la lluvia nos adentramos a ver más arrozales, otras obras de la Tierra, otras disposiciones naturales, otras tautologías forestales. Eso es todo. Casi todo. El todo menos el casi da como resultado un milagro. Y entonces. 

Llegamos más tarde a Janyea y nos vuelven a preguntar por un tal Nicolas. Al parecer Nicolas fue un voluntario francés que se ganó tanto el cariño de la población local como el corazón (el corazón) de las féminas que caían en sus brazos (¿brazos?) “Nicolas era muy fuerte”, nos dice uno del pueblo. Y las botas.

Como viene ocurriendo en casi todos los pueblos, en Janyea también nos piden botas, palas, herramientas, dinero. De entre los pedigüeños, surge una mujer de piel muy lisa y bellas facciones que nos conduce a ver el arroz mientras va espantando a las gallinas con gestos desordenados, como si estuviese quitándose moscas de en medio.

Además de las gallinas, nos sigue como siempre un alegre corro de niños, siempre retaguardia. Hasta la muerte. Giramos a la derecha, todos los niños detrás, giramos a la izquierda, todos los niños detrás, seguimos hacia delante, todos los niños detrás.

Ponerse a correr como Mohamed Ali en el Congo rodeado de niños. Un cocido de buen rollo. Qué gozada, tío. Qué buen rollo.

A mi derecha viene una niña que no para de sonreírme y a la que parece preocuparle todo menos el arroz. Hablamos con la mujer de las bonitas facciones, y nos cuenta que el reparto en esta aldea no ha supuesto ningún problema, todos van a llevarse algo. Aunque a la niña le importe un pito. Esto es lo bueno de muchas cosas. Que siempre haya gente que le importe un pito algunos problemas. Siempre relaja.

De alguna manera u otra, es importante que siempre haya gente que le dé igual. Nos vamos, y al irnos del pueblo saludo a la mujer bella con el chasquido de dedos, el clac, y detrás observo a un hombre, tal vez su marido que baja la cabeza con una expresión amarga. Alguien le ha dado al off, uf. Pero en realidad el pueblo es todo amabilidad, el pueblo es todo sonrisas. Es así. Muchas sonrisas, muchos dientes que relucen y brillan. Es. Así.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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