Alguien habla de la malaria en Mamba Point Hotel

Liberia

Salgo a la calle de nuevo sin paraguas y tras dar unos siete pasos, tengo que volver a entrar. Debajo de una especie de porche, espero a ver si las gotas van tranquilizándose poco a poco. Pero la lluvia sigue siendo constante. Es lógico, estamos en plena temporada de lluvias. Ya lo sabía antes de llegar aquí, pero no imaginé que fuese tan intenso.

O sí. En realidad no tengo paraguas porque no me cabía en la maleta. Esa es toda la explicación logística. Así que cuando compruebo que me voy a quedar sin ir al trabajo como no haga algo, le pido su paraguas a una chica gruesa que esta por aquí todas las mañanas. Con unos ojos adormecidos me dice que sí después de pensárselo y por fin puedo salir a UN Drive.

Después de una mañana intensa, la lluvia ya ha cesado y llega la hora de almorzar. Me dirijo de nuevo a casa, pero la puerta del Nissan Pathfinder de Riikka se ha abierto y mis compañeros de trabajo me dicen que me vaya a comer con ellos. Entro. El todoterreno se dirige al Mamba Point Hotel. Somos unos cinco o seis, bajando la herradura de UN Drive que nos adentra por el barrio de Mamba Point.

Los guardias de la embajada norteamericana levantan los postes de hierro amarillo para dejarnos pasar y avanzamos. Hasta ahora todo me ha aparecido tan oscuro, borroso, como salido de la lluvia, que este corto viaje de apenas unos minutos me parece revelador: veo gente moviéndose aquí y allá.

Llegamos al hotel y el aparcacoches del Mamba Point Hotel nos abre la puerta con una gran sonrisa de teclas de piano y entramos. En la terraza la visión es entre grisácea y lluviosa. Sí, veo el mar y la playa, pero como si lo viese a través de una pantalla cubierta de nubes. Hace calor. Mucho calor. El jersey, ¿qué es un jersey?

Puedo fijarme como Riikka que conoce bien la malaria, se cubre las mangas con una especie de chal negro. Yo me miro los brazos una vez más y advierto que están desnudos… Me muevo un poco incómodo sobre la silla.

Aquí, en el hotel puedo ver por primera vez el ambiente de la ciudad, lo que se “cuece” en el otro lado. Miro. Las mesas que nos rodean están ocupadas por hombres de negocios que discuten alrededor de portátiles y carpetas. Puedo ver por aquí a mi casero libanés hablando por el móvil y dándose largos paseos por la terraza. Veo también a mucha gente de la “comunidad internacional. Varios soldados norteamericanos piden mesa.

Realmente. Es como si alguien hubiese bajado para mí un telón y me mostrase por primera vez un escenario. Hay gente por aquí. Y es que. Aún siento que estoy como flotando. Aún creo que mi voz no es mi voz, que mis gestos no son mis gestos, que este que ahora está llevándose una cucharada de arroz a la boca, no puede ser yo. Debe ser otro cuerpo.

Me tapo uno de mis brazos con una mano y le pregunto a Joan por la malaria y éste se ríe con una sonora carcajada. Me dice que no me preocupe, que ya me tocará, que me lo voy a pasar tan bien, que nunca lo olvidaré. “Esto es lo que tiene África, man”. Robert acompaña para decir que al llegar aquí comenzó a tomar las pastillas contra la malaria “a ver lo que pasaba”.

“Tomaba las pastillas todos los días durante un buen tiempo hasta que me fui a Suiza. En el avión ya empecé a sentirme mal, tenía como dolores de estómago, como si alguien se estuviese comiendo mis órganos con un tenedor. Me tuvieron que llevar a la casa de mi novia en camilla y cuando llegué ahí, sufrí un ataque a las pocas horas. Un ataque muy parecido a la epilepsia. Comencé a soltar espuma, a dar patadas, a revolverme por el suelo, mientras mi novia trataba a toda costa de que no me tragase la lengua.

Por fin, después de una hora espantosa, consiguió llamar a urgencias y me metieron en una cama”. “Joder”, digo yo. “Pero espera –me dice Robert levantando una mano- Nada más salir del hospital, regresé a Liberia a los pocos días, todavía un poco convaleciente y chin, chin, un mosquito me picó y voilá, contraje la malaria”. “Para completar…”, “para completar la fiesta apuntilló Robert”. Y luego se puso a reír.

Seguramente mis cejas siguen arqueadas, mientas miro como una palmera altísima se ondea por los ataques del viento y el mar. Las camareras que nos están sirviendo gruñen cada vez que se acercan a nuestra mesa.

Mary les ordena la comida, más que pedírsela y pareciera como si con el verbo imperativo se moviesen con más ligereza. No sé que contar. No sé qué decir. Tan solo escucho. Con una ligera sonrisa en los labios voy escuchando, riéndome de vez en cuando y comiéndome un más que aceptable arroz con pollo.

Después de una confitura de frutas que viene incluida en el menú, nos volvemos a montar en el Nissan Pathfinder mientras voy pensando en la historia que acaba de contar Robert. Al entrar en el trabajo, varios guardias nos abren una enorme puerta azul.

Tragarse la lengua, joder.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

2 comentarios
  1. Qué decirte ahora por escrito cuando todo te lo dije en vivo. Eres un magnífico escritor y disfruto enormemente con la lectura de todos y cada uno de tus escritos. Un gran privilegio para el que se empapa de tus vivencias. Gracias por compartir y por ese gran don: tu pluma.

    1. Te pasaste Pepa! 🙂 Me ayuda mucho a seguir dándole caña al blog. Yo también disfruto mucho del tuyo.

      Abrazo de Carlos

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