La siesta liberiana, el casino de Mamba Point, los otros

casino-mamba-point

ENTRO CON PASO LIGERO EN EL MINISTERIO DE TIERRA, MINAS Y ENERGÍA y nadie me ve. Están todos ahí pero nadie me ve. Duermen. La secretaria, la recepcionista o lo que sea, apoya una de sus sienes sobre la mesa y sus brazos se alargan hasta casi tocar los azulejos del suelo. En la esquina descansa un individuo con la camisa media abierta y una cabeza que reposa sobre su pecho, ocultando unos ojos somnolientos. Los pocos que aún se mueven, arrastran sus pies bajo unos párpados de plomo que insisten en bajar el telón cuanto antes. Todo se duerme, todo es sueño, bostezo.

Veamos que pasa arriba. Subo a la segunda planta y me encuentro con tres almas roncando a pierna suelta. La reunión en teoría, tendrá lugar en este edificio despintado y ausente. En medio de la siesta colectiva, los ronquidos, siento la necesidad de acercarme a la ventana y mirar. Se ve la playa frente a Redemption Road, las palmeras, se ve un viento de color verdoso. Se ve la calle y un tráfico tosco pero constante. Da la impresión de que todo está oxidado, carbonizado. Tan tropical, todo tan tropical, que le pido al aire que remoje mi testa sobre ese mar que pretende ser turquesa y que acaba presentándose en gris, en lama, en restos.

En realidad, no me sorprende que la mayoría duerma. Porque ahora que llevo un tiempo en Liberia, sé que a pesar de los ronquidos, la reunión se celebrará. El cuando es otro cantar que sólo le importa a unos poquitos. Ahora que llevo un tiempo en Liberia, sé que este país se mueve a través de unas cuantas cabezaditas, tan normales como el que se toma un vaso de agua en el almuerzo.

¿Los motivos? Es posible que los liberianos sean los primeros en despertarse, y por tanto tal vez también los primeros en conciliar esos caprichos obligatorios a los que llaman sueño. Dice mi amigo Stephen que el liberiano nunca duerme bien en este país, temeroso de que su morada sea asaltada en cualquier momento.

De ahí el cansancio. También dice mi amigo Stephen, que la comida al ser tan pesada, provoca en los estómagos liberianos una necesidad imperiosa de cerrar los ojos duraderamente a lo largo del día, al menos una vez. Hay otras teorías… pero sea lo que fuera, es hasta normal que en medio de una reunión, tu colega liberiano, desconecte durante un rato y cierre plácidamente sus ojos para proceder a una siesta natural y concentrada.

Tienes razón cuando dices que deberíamos llamarlo vigilia, puesto que cuando uno cree que los liberianos duermen profundamente, más allá de Freud y Jung, de pronto zas, se reincorporan al debate con una sugerente idea o una larga y reflexionada exposición y uno se queda mirándose a si mismo y preguntándose que cómo es posible que te hayan escuchado, seguido. Y es que da igual, es indiferente, ya pueda encontrarse en la sala un consejero delegado o un ministro, el liberiano tiene claro que a lo largo del día, su cabezadita no se la quita nadie.

Por eso, ahora que miro por la ventana, estoy tranquilo. Porque sé que aunque esté rodeado por un concierto ronco, gutural y placentero, éste no dejará secuelas somníferas de ningún tipo, antes al contrario, reavivará los espíritus, repostará las energías.

Y empieza la reunión.

A la noche viví otra historia. Éramos unos cuatro o cinco o seis, que más da ya. Vanesa había insistido en jugar, “unos quince minutos, unos dados, eso será todo”. Me habían hablado muchas veces del Casino de Mamba Point. Pero lo que no me esperaba era que en medio de la cerrada noche y los silencios, surgiese esta llama. Con unas cuantas Club beers en el intestino, todo era más violeta.

Un tipo fornido nos abrió la puerta y la luz del artificio nos descubrió una sala de moqueta azul por la que deambulaban mujeres de vestidos rojos y negros ceñidos al señor dólar.

Zigzagueaban las damas alrededor de las máquinas recreativas, y las mesas verdes de juego, las barajas, hombres cetrinos, hielos, un pelirrojo de pecas haciendo un gesto amable con la cabeza, una mujer rubia y de tacones rojos, mujeres nunca vistas por las calles de Monrovia girando una ruleta y sosteniendo un, “hay juego”.

Mujeres con ojos de noche, provistas de la neutralidad del morbo, del “juega, y ya veremos”, del “se mira pero no se toca aunque” se sucedían una tras de otras. En la noche.

¿Dónde estoy? ¿Será verdad que a escasos metros de esta nave espacial, las chabolas malviven? Vanesa ya está en la esquina mirando con ojos incisivos unas cartas marcadas por el tabaco y el desprecio. Al lado la acompaña un vaso invadido por un líquido marrón. Me acerco. El pelirrojo habla con una señora india y Vanesa le dice que se calle, que no se puede concentrar. E

l pelirrojo da un paso a la izquierda y levita para desaparecer condescendientemente entre las máquinas recreativas, llenas de sandías, melones, melocotones, plátanos, monedas… El pelirrojo está ahí, reafirmando el fuera de contexto y detrás todas esas frutas le caen sobre los hombros, le entran por las orejas, por los bolsillos. “Hoy es un buen día”, dice Vanesa y suelta una bocanada de humo que se pierde en medio de la luz de artificio y otros milagros. En la noche.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

No hay comentarios

Anímate a comentar

Tu email no será publicado.

Información básica sobre protección de datos:

  • Responsable: Carlos Battaglini
  • Finalidad: Moderación y publicación de comentarios
  • Destinatarios: No se comunican datos a terceros
  • Derechos: Tiene derecho a acceder, rectificar y suprimir los datos