Hanuabada, el barrio más peligroso de Papúa Nueva Guinea

Papúa Nueva Guinea

De entre los sitios que nos dicen que no vayamos jamás en Papua Nueva Guinea, se encuentra Hanuabada, “lugar altamente peligroso”, advierten los responsables de seguridad. Es Hanuabada precisamente el barrio que veo todos los días desde la terraza de mi casa. Cierto, nada más levantarme, abro la puerta de mi cuarto, doy unos pasos por el pasillo y en frente de mi me encuentro con un lago y unas montañas proyectándote energía nada más comenzar la jornada.

Para acceder a la terraza, lo único que hay que hacer es correr una puerta de cristal. A pesar de los encantos de la terraza,  la verdad es que apenas la uso. Uno siempre anda con prisas y casi nunca toma el riesgo de trasladar los platos y los cubiertos al exterior por miedo de llegar tarde al currele. Pero para observar Hanuabada, no hace falta salir a la terraza. Ya desde el salón, los ventanales permiten avistar un grupo de casas sobre el lago que se clavan en la tierra por medio de enormes pilotes.

Nos han dicho que no vayamos a Hanuabada por motivos de seguridad, pero hasta la fecha lo único que me ha llegado desde el barrio Motu (los Motus constituyen una de las comunidades más importantes de  Papúa Nueva Guinea, además de hablar  la segunda lengua más importante del país después del pidgin) son los voceríos alegres de niños corriendo.

También he podido escuchar cánticos de vez en cuando, casi siempre por la noche y dirigidos por una voz ronca y grave, proveniente probablemente de uno de tantos predicadores que suelen visitar el barrio.

Pasan los meses, sigo escuchando los gritos felices de los niños, los cánticos del barrio Motu y nos siguen advirtiendo que no vayamos al “barrio más peligroso de Papúa Nueva Guinea”.

Pero hete aquí como una noche en el Grand Papua mi amiga africana Nancy me dice que ha estado en Hanuabada muchas veces. “¿Qué?”, le pregunto, ” ¿y… cómo es?”. “¿Porque no lo compruebas por ti mismo?. Este sábado tengo pensado ir a ver a Christine, una amiga que vive ahí, vente”, me vuelve a decir mi amiga.

Llega el sábado por la mañana, abro los ojos y decido en tres segundos que iré a Hanuabada con Nancy. Llevo conmigo mi Canon G12 y un poco de nervios. Arrancamos la travesía en mi Toyota Hilux blanco. Salimos del compound y nos dirigimos a Hanuabada teniendo que pasar antes a modo de frontera por el mercado de la esquina, que está abarrotado de gente.

Nos han dicho que no vayamos a Hanuabada por motivos de seguridad y de repente estamos aquí en medio de un jaleo tremendo, un quilombo perfecto, un follón de personas y más personas que van y vienen. En medio del caos, puedo ver los puestos de betle nut por todos lados (esa nuez que mastican los papús y que cuando la mezclan con lima les pone la boca roja y a veces los vuelve tremendamente agresivos). Veo ojos, muchos ojos, y caras, muchas caras.

A base de medias sonrisas forzadas y la naturalidad relajada de Nancy, conseguimos progresar. La gente responde a mis medias sonrisas forzadas y la sonrisa completa de Nancy con otras sonrisas y pulgares levantados. Seguimos buscando la casa de Christine como si fuésemos un ciclista rodeado de seguidores eufóricos que nos jalean para llegar a la meta. No estamos muy seguros donde se encuentra la casa de Christine, pero alguien nos señala con los labios un sitio al final del camino de tierra. Seguimos abriéndonos paso y al rato creemos encontrar una verja que en teoría cobija la casa buscada. Aparco el Toyota Hilux donde puedo, concretamente cerca de una casa con techos de zinc. Al salir del coche me absorbe una incómoda sensación de que nos pueden linchar en cualquier momento.

Y es que antes de llegar a la casa de Christine, aún hay que atravesar un caminito de tierra donde avistamos a un tipo con chaqueta de cuero y los pelos de punta. Lleva gafas de sol y parece sacado de una peli tipo Grease. Nos vamos acercando a él. El tío sigue caminando como si fuese el rey del Rock&Roll. Nancy pasa al lado de él, y no sé qué pasa, que los dos arrugan sus frentes de repente, como dos gatos engrifados, ffff. Yo me incorporo al dúo y el tipo me saluda muy cortésmente en francés, diciéndome “me llamo Vincent y soy de Suráfrica”. Nancy quiere partirle la cara, yo lo que trato de evitar principalmente es que el barrio entero se nos tire encima.

Por suerte seguimos caminando, subimos unas escaleras y nos plantamos en la casa de Christine que nos recibe con una sonrisa. Se trata de una mujer de mirada inteligente de debe tener unos sesenta años.

Christine nos saca dos sillas y lo primero que nos dice es que se vivía mejor cuando vivían bajo el dominio colonizador de Australia y que los highlanders (papús originarios de los valles centrales del país) se están cargando el país porque son unos brutos, “por no decir otra cosa”. Es la tierna tarjeta de presentación de Christine.

También nos acompaña “el surafricano” que se ha puesto de cuclillas en una de las esquinas masticando chicle. Cuando ya queda claro que no soy francés, me habla en inglés. Nancy le da la espalda, pero parece que  empieza a sonreír con las ocurrencias de Vincent que aclara que en realidad es papú, pero acaba de pasar una temporada en Suráfrica, “increíble país”, dice. Y añade, “creía que tipos como tú, no venían a sitios como este, Carlos”. “Bueno, eh, no”, respondo. Christine interviene para hablarnos de su novio, “es un hombre italiano, aunque hace tiempo que no lo veo”.  Christine empieza a murmullar algo y de repente Nancy dice, “bueno, y ahora vamos a dar una vuelta por Hanuabada “. Christine interrumpe su monólogo y nos dice, “tened cuidado”. Nancy y yo nos ponemos en pie.

Y vosotros lectores, ¿alguna vez os habéis metido en un sitio donde no deberíais…?

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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