Siempre hay un sitio que te salva la vida

Liberia

Por muy feo que sea un sitio, por muy incómodo que sea un lugar, por muy sucia que esté una ciudad, un pueblo, una aldea, siempre hay un rincón que te salva la vida. Un espacio donde pareciera que transcurriera un tiempo amable, una minoría cómplice, una arena amiga. Cuando vivía en Liberia, encontré este enclave salvador en una playa de nombre Hawa, Hawa Beach.

Se erigía esta playa cerca del ruinoso Hotel Africa, proveyendo de soledad y comprensión a los perdidos de este mundo. La mayoría prefería ir al otro lado de Monrovia, a las playas de Thinkers Village donde el ruido, donde las partidas de voleibol, donde los tatuajes y las carcajadas, donde la multitud. Tan solo una minoría extraviada había encontrado el silencio al otro lado de la ciudad. Era así: Cruzabas Bushrod Island en medio de la bulla local, del jaleo, seguías y seguías hasta que girabas a la derecha cuando había que girar a la derecha, atravesabas un camino de tierra, de agujeros y baches y encontrabas una playa. Sabías que más allá, se encontraba la conocida Cece Beach, donde alguna cara conocida tomaría el sol y se llevaría a la boca un pescado, donde una persona que habías visto ya unas ciento treinta y siete veces charlaría amigablemente con otro conocido.

Por eso uno se refugiaba en Hawa Beach, abriéndole las puertas al silencio. Te ponías a caminar sobre la arena de una vacía playa, sin saber si habría comida ese día. Una especie de quiosco desconchado se apostaba a un lado, dejando a sus espaldas la presencia del Atlántico.

De una nave que se caía, salía a veces una mujer de sonrisa familiar, un liberiano diciendo que sí, que hoy habría pescado, cassava fish, “it’s sweet”. Sólo al cabo de unas horas aparecía un plato de pescado cubierto de trocitos de cebolla y rodeado de papas fritas y una ensalada bañada con el color de una vida canela. Por supuesto, siempre habría pimiento liberiano en los alimentos, liberian pepper sobre la purificada comida, dando ese toque picante, esa sensación de despertar a las tres de la mañana. Pero lo mejor seguía siendo caminar sobre la vacía playa, con ese perfil esquelético del Hotel Africa al fondo. Caminabas el mismo tramo de ida y vuelta unas diez veces, llenándote de silencio, de paz. A veces acontecía algún baño, un breve remojón conjugándose con una arena cercana. Solo con el tiempo supe que Hawa Beach había cambiado de nombre, que al “dueño” surafricano que a veces aparecía por aquí como un milagro, le había dado por otro negocio imposible en otro lugar remoto, el vicio de la bohemia.

En Papúa Nueva Guinea me costó encontrar ese lugar cómplice, nunca es fácil hallarlos, pero siempre acaban encontrándote. Un día una amiga me invito a visitar March Girls, “una playa”, me dijo por teléfono. Hasta ese momento, Port Moresby no solo me había resultado una ciudad inclasificable, una ciudad que un día estaba buena y al otro día te dejaba pensando, produciéndote una sensación de café sin azúcar, una herida abierta a las siete de la mañana, con todo el frío. A mi amiga le dije, “no puedo ir”, pero estaba claro que acabaría visitando esta playa. Ni siquiera sé cuándo fue la primera vez. Solo sé que ahora, cuando llega el fin de semana y mi cabeza comienza a tenderme trampas desde las ocho de la mañana produciendo una especie de jaqueca que ruega oxígeno, sé que tengo que ir a March Girls. Llega el momento de bajar al garaje, meterme dentro del Toyota Hilux y dejar atrás esta ciudad.

Ya desde la autopista, puedo sentir la utopía de la libertad que me insinúa que tal vez sea cierto eso de que uno ha nacido para disfrutar. De que las malas caras, las torceduras de gestos, una lágrima no son más que el resultado de un error que viene desde muy lejos, que proviene del ruido de una sociedad confundida desde hace mucho, una confusión empeñada en construir hombres y mujeres contrarios a su naturaleza, a su sonrisa inicial.

Después de atravesar la autopista, comienzan al poco los árboles, el paisaje verde, la salvación comienza a divisarse. A la izquierda vas pasando los monumentales Rain Trees, esos árboles de áurea tan imponente como pacífica, con esa buena educación que la naturaleza provee a sus elegidos. Sigues, sigues conduciendo ya en Central Province y giras a la derecha cuando tienes que girar a la derecha y bajas por un camino de tierra que te lleva a un resort que te recibe con un parking de suelo de piedritas, un intento de restaurante al fondo cubierto por una sombra o tal vez sea la oscuridad. Aparcas el Toyota Hilux blanco, caminas despacio, les pides a las jovencitas camareras que llevan una camisa azul y sonríen, un “pescado con patatas”, y buscas la primera excusa para saltar a la playa.

Una playa que ni siquiera es una buena playa. Una playa marrón, oscura, repleta de piedritas al inicio, con un mar de muy baja profundidad y un agua que sólo quiere ser salada. Además aparecerás un domingo, te encontrarás a la multitud, mucha gente, y empezarás a fruncir el labio tratando de buscar un rincón salvador. Aire, aire. Un tanto asfixiado, comienzas a caminar a lo largo de esta playa ensombrecida, dejas atrás a la gente, a las piedritas, continúas sobre la arena oscura y poco a poco vas sintiendo como el mar te va abriendo las manos, donando un silencio que sólo entienden la arena y tú.

Después de caminar y caminar, ya sólo puedes ver una montaña a lo lejos cubierto de un verde fresco, reluciente. Estas solo aquí, tan solo que sientes que el universo te ha dado la mano. Sientes su dedo índice, su dedo corazón. A veces se escucha un piar armónico de pajarito, te cruzas con otro solitario que ofrece una sonrisa de oreja a oreja. Sigues caminando y caminando, comprendiendo que ya no importa la corbata, la cartera, una casa. Sabes que al menos ese día, estás salvado, has vuelto a recordarte, a saber de ti.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

4 comentarios
  1. Excelente narrativa, casi me trasladé a ese lugar salvador, vi su playa, sentí su brisa y escuché su silencio.

    Un hombre necesita lo que un hombre necesita, vivir.

    Sermendo

  2. Muy Real, muy soñado y añorado por aquellos que, como tú, necesitamos cada vez más frecuentemente perdernos por lugares que hacen reencontrarse, salvarte, saber de ti y volver a reír.
    Con ese “quiosco desconchado” me trasladé algún lugar de la Isla de La Palma.
    Enhorabuena.

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