Cuando era opositor

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Lo hago de vez en cuando, después de comer para ser más imprecisos. Oxigenarme. Tras unas cuantas buenas horas matutinas ante folios, operaciones y demás sufrimientos, como y luego salgo a la calle. Como dije al principio, no lo hago siempre. Pero cuando salgo afuera, me acuerdo de Bukowski. A veces. Me acuerdo de Bukowski cuando me encuentro con gente. Mi misantropía ocasional gustaría de no encontrarse a ningún bípedo por la calle. A ser posible. Desearía pasear por las calles vacías. Abandonadas.

Si acaso que sólo pululasen por los alrededores mujeres escotadas y semidesnudas que no me mirasen, pero que tal vez, se mostrasen receptivas en un momento dado. Pero claro, no suele ser así. En lugar de calles desiertas, siempre hay humanos dándole color y gris a esta fauna a la que llaman sociedad, a falta de mejor nombre. Camino y me suelo encontrar con guiris. Aunque yo no sé muy bien lo que hallo, pues desde que salgo a la calle, suelo adquirir un rostro enfurruñado, serio, tipo Clint Eastwood, que me mantiene atentamente despistado. Y camino. Llego hasta el centro de educación física. Intento no saludar a los conocidos cuando desde más o menos lejos, los veo ejercitarse. Saludo a los de mantenimiento cuando ya no hay más remedio.

Y enfadado sin estar enfadado, sigo caminando. Volviendo a recordar el mundo. Los taxistas apurados tras el euro cruzan delante de mí, mujeres que se van a comer o a casa después de haber trabajado. Gente que nunca ha estado aquí. Y ni siquiera lo saben. Suele haber mucho guiri por estos lares. Guiris cutres, más bien. Guiris del todo incluido, algunos con tatuajes casi borrosos. Otros arrastran carritos con algún bebe dentro.

De lejos, veo el mar. Y es tan completo, que no lo nombro. El mar. El sol, me da, no siempre, a veces hay nubes. Pero el sol me da y yo quiero que me de. Busco oxígeno, o lo que contengan los rayos del sin parangón. Es el sol. Tan completo, tan grande, que no lo nombraré.

Así como Dionisos, decía que nunca le digas a la persona amada, “te quiero” y nunca pronuncies el nombre de la persona amada, a dicha persona. No nombro.

Sigo caminando, y me cruzo con alguna pareja de guiris gordos despistados. Mejillas rosadas y músculos de mantequilla, pisan estas calles. Bajo hasta la playa. Llego hasta la casa, que me gustaría comprar cuando tenga dinero, cuando el invento fenicio no sea ningún problema. Ah, no sé por qué, aquí, donde vivo ahora, siento la envidia. Pero esa es otra historia.

Miro el mar, tan inmenso… En frente del horizonte, un paracaídas con la bandera alemana, lo pasa mal para elevarse ante los cielos. La lancha que lo remolca observa las dificultades del aventurero con una cierta desesperación. Bajo las escalerillas. Como siempre, el pasillo de cemento está flanqueado por guiris horteras que leen la telenovelada británica de turno. Los amores de Kelly en la India, o los sueños imperiales de Peter.

Sin embargo, al fondo del pasillo de cemento, observo algo diferente. Aquel tipo de cara blanca, casi difunta, coge un libro de una manera diferente al resto. Tiene otra mirada. Le gusta leer. No es como la mayoría de estos horteras, que leen porque leen. Pero leen. Me comprendo yo.

Al llegar al fondo del pasillo de cemento, concretamente en el flanco izquierdo, escruto con mi rostro enfadado pero sin estar enfadado al curioso personaje. Ah, tiene dos libros, ¡deténganlo!…Ah, tiene dos libros. Lee uno, al que no alcanzo a adivinar el título. Sin embargo, el segundo, de tapa naranja, descansa sobre una hamaca cubierta de toallas. Sexus, de Henry Miller. Levanto el flanco derecho de mi labio con una cierta satisfacción. Imagino que leer a Miller en inglés debe ser la leche, since que leerlo en español es toda una experiencia.

Me gustaría hablar con el tipo, pero sin que me mirase mucho al hablar. Me gustaría decirle algo al difunto, pero sin que entrase en contacto conmigo. Por eso no le digo nada, y sigo adelante con mi misantropía ocasional que me impide saludar al hombre de los helados, al que saludo de vez en cuando. Pero miro a los apartamentos de la derecha, esquivo la sacudida de cabeza protocolaria. Sigo caminando y a la izquierda, otra vez el mar, tan inmenso que procuro aplicar de una puta vez el llamado Carpe Diem. Por lo menos lo intento.

Sigo caminando y como casi siempre, paso al lado de algunos submarinistas, prestos para sumergirse en estas aguas frías como el sol, tan completo… Miro a los submarinistas y busco a alguna rubia cachonda. A veces las hay. Mujeres vulgares que tanto me ponen a las 15.27 pm. Pero hoy no hay. Tan solo diviso algunos tubos, chapaletas y ciertos rostros anaranjados envueltos en un chaque, que le da aspecto de focas a toda esta gente, que no sé ni de donde sale. La alarma del móvil suena y me recuerda que debo volver a casa. Que tengo que retomar el estudio. Cuando un opositor sale a la calle.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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