¿Qué le pasa a Harry?

Liberia

DURANTE MUCHO TIEMPO ANDUVE SIN COCHE. Mi Nissan Pathfinder se quejaba de dolores de batería y catarro de frenos. Así que mientras el vehículo se recuperaba, me dedicaba a caminar por Monrovia. Caminaba mucho. Y cada vez que el desplazamiento lo exigía, llamaba a Harry, el taxista más fiable de Monrovia y puede que de toda Liberia.

Era así.

Como sigue. Marcabas los siete números, sonaba una melodía musulmana, pegadiza y a continuación escuchabas la voz amable, buenaza y profesional de Harry, “yes Sir”. Le decías aquí cuanto antes por favor, y antes de que el antes fuera ahora ya lo tenías en frente de casa. Era tan rápido que incluso me estresaba.

Uno salía del apartamento casi sin acabar de peinarse, con los cordones a medio hacer y caminando muy deprisa, casi corriendo. Y al abrir la puerta del compound, lo veías tan serio en su puesto de conductor. Derecho, recto y con la primera marcha puesta. El motor rugiendo. Preparado.

Me gustaba Harry también porque hablaba poco. Las conversaciones nunca descendían hacia ese estadio cercano e imperativo que crea una confianza forzada, un buen rollo un tanto impostado. Me da un poco de pereza hablar con desconocidos, he de decir.

Con los camareros. Con el fontanero. Con el político. Con el millonario. Con casi nadie con el que no tenga una mínima confianza. Y Harry me dejaba tranquilo, respetaba mi inmersión en el océano de los pensamientos, en los laberintos de la noche monroviana, en el disfrute de la música congoleña que sonaba en su taxi. Harry se limitaba básicamente a saludar y a despedirse. Eso era todo. Si le preguntabas algo, solía responderte de manera eficaz, concisa. Si tenías alguna duda, él ya sabía la respuesta.

Al pensar en Harry a veces, me decía a mi mismo que venía a ser un ‘ser humano regular’, una persona sólida, fiable, un hielo casi aburrido que desplegaba por encima de todo tranquilidad y eficiencia. Todo controlado. Aunque es cierto que lo había visto unas pocas veces salirse de esa serenidad mental. Fuera del Zen.

Ocurría básicamente cuando alguien le adelantaba. Harry llevaba mal esto, y solía fruncir el ceño antes de apretar el acelerador y rebasar al suicida competidor que se había osado a retarle. No me gustaba eso. No me gustaba cuando se ponía a correr simplemente porque otro indocumentado lo adelantaba. Me parecía ridículo. Como nos parecen ridículas siempre estas cosas cuando las hace otro.

Pero a pesar de estos mínimos deslices, Harry seguía imparable. Entre la llamada comunidad de expatriados se convirtió en el transporte de referencia, en las cuatro ruedas imprescindibles que te podían llevar a cualquier lado a cualquier hora. En efecto, lo llamases a la hora que lo llamases, la respuesta solía ser la misma, “yes Sir”.

Entonces aparecía Harry en medio de la noche, en medio de la madrugada con su coche plateado y de baja altura que transmitía una fragilidad fuerte. Como esos cuerpos delgados pero fibrosos y ágiles. Casi la misma radiografía de su dueño. Era así, aparecía rápido, al instante. Fluía.

Todo el mundo llamaba a Harry, y un día, haciendo cálculos entre Dusko y yo, llegamos a la conclusión de que el taxista se estaba llevando al cambio unos tres mil dólares al mes, lo que es una auténtica pasta gansa en Liberia. A mi me alegraba que Harry se embolsase ese dineral porque trabajaba a destajo y sencillamente se lo merecía. Food for hard working men. Resultaba evidente que al ritmo económico que seguía Harry, pronto le daría para comprar una casa, darle una más que decente educación a sus hijos y todas esas cosas.

Pasan unos cuantos meses. Un día soleado. Mi Nissan Pathfinder ya se ha recuperado y Lisa me pregunta en Silver Beach “¿Ya te ha pedido dinero Harry?”. “¿Cómo?”, respondo muy sorprendido. “Harry me ha pedido pasta las tres últimas veces que me ha llevado. Ya no lo voy a llamar más”. Dusko llega un poco más tarde, pide una cerveza y tras el tercer sorbo informa, “Harry me acaba de pedir dinero. Es la segunda vez en esta semana”.

Llego a mi casa un tanto confuso. A pesar de que el Nissan Pathfinder arranca de nuevo, he viajado con Harry un par de veces los últimos días y no me ha dicho nada. Los viajes han sido como siempre: rápidos, eficientes. Tal vez me respete demasiado, pienso.

Estoy en casa. A los pocos minutos, el teléfono suena bajo una melodía clásica, “señor, necesito que me eche una pequeña mano, un dinero…” suelta Harry con una voz muy débil al otro lado del teléfono.

A los pocos días salgo de Liberia por trabajo. Al volver llamo a Richard, “el otro”, o lo que es lo mismo, el otro taxista que rivaliza sanamente con Harry. Richard es más risueño, conduce casi acostado en su sillón delantero, una risa, es más hablador, de vez en cuando suelta unas carcajadas y muchas veces te acaba chocando la mano. Clac, clac. Es buen conductor también, pero un poco más vago. No está disponible siempre y no es tan rápido. No es lo mismo, man.

Al día siguiente lo intento con Harry pero la comunicación se corta sin apenas transcurrir un tono. Raro. Lo vuelvo a intentar y pasa lo mismo. Acabo llamando a Richard de nuevo, que me informa que Harry está bien y que sigue por ahí llevando a gente… Miro el perfil de Richard cuando me habla de Harry, su cachete derecho se oscurece un poco, se amortigua, se lentifica, y otros silencios de color marrón.

Los días siguientes sigo llamando a Harry. Nadie contesta.

Sin embargo. Dusko y Lisa me comentan que Harry los ha llevado un par de veces últimamente. ¿Cómo? Lo vuelvo a intentar. Otro intento, la misma incomunicación. De modo que me hago seguidor de Richard y por un tiempo sólo viajo con él. Pero resulta que un día Richard me dice que está muy lejos y que ha llamado a Harry para que me vaya a recoger. “Vaya, Harry vendrá”, pensé. Alguien me llama y al salir del compound compruebo que es él, efectivamente. Observo que su rostro, su barbilla presenta un aspecto más serio de lo normal. Pero no cabe duda de que es él. Es Harry.

Nos saludamos efusivamente, nos hablamos de esa manera inintencionadamente falsa y llena de calor verdadero. Le cuento que lo he intentado llamar. Lo llamo dentro del coche, da línea. A la segunda, no. Algo pasa entre el teléfono de Harry y el mío. Poco a poco me voy fijando en el taxista. Ahora, fíjate, ahora luce una poderosa cadena de oro que debe pesar lo suyo y que le rodea el cuello majestuosamente. Una cadena que parece destinada a un Rey.

El oro también le rodea la muñeca izquierda en forma de reloj enorme, parece casi una cigala. Harry lleva la ventana abierta y fuma, fuma mucho, algo que no había visto hasta ahora. Cuando se ríe mira para mí y me descubre unos dientes marrones, con ese color, sabes, con ese color. Indudablemente Harry está más delgado, mucho más delgado. Y sí. Harry sigue picándose a la mínima en la carretera, pero esta vez, su áurea es más amenazadora, más incisiva. Poder.

Y cuando al cabo de unas horas me vuelve a recoger de nuevo bañado en una nube de humo, luciendo sus oros y una nueva camisa rosa de lo más chillona, sé que algo está cambiando, sé que algo ha cambiado. Sé que algo está pasando. Se lo comento a Dusko por teléfono, “Harry está metido en”. Y Dusko, me dice que me llama después, que no puede hablar ahora. Y en la fiesta de la noche, el mismo Dusko me dice que acaba de traerle Harry y muy bien. “Sólo que en vez de venir por UN Drive, hemos cortado por el callejón oscuro, que esta noche estaba más oscuro de lo normal”. Más oscuro de lo normal. Y en la fiesta ya baila todo el mundo al ritmo de la Macarena.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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