En Buchanan. Un viaje azul marino, brasileño y violeta (6) de (6)

Liberia

A veces pensamos, y esta vez antes de irnos a la mejor playa de Buchanan, nos hemos acercado al “restaurante” del señor libanés para que nos vaya preparando la comida, de manera que luego no tengamos que esperar unos cuantos siglos. Somos unas personas inteligentes con carreras y todo eso. Informa el libanés que esta vez tiene langostas y Víctor se apunta. Luego seguimos en el coche de Drazen que nos ha puesto una música balcánica y folclórica este domingo por la mañana, un domingo que parece salido del país de los milagros y la claridad. Domingo por la mañana, tío. A veces los Domingos por la mañana son alegres.

Vamos avanzando por Buchanan hacia la playa, vemos a la gente con sus colores turquesas y violetas dirigiéndose a misa, todos a la iglesia y de pronto nos asalta la vía del tren (ahí está) que atraviesa Liberia de Norte a Sur, y tomamos el atajo por el que Drazen se interna con la agilidad y las agallas de un legionario. Sorteamos las dunas, nuestros cuerpos deambulan, resbalando con el Nissan Patrol, pero Drazen controla a una mano y nos deja en medio de una playa larguísima y celeste, en medio de palmeras, lagunas y toda una soledad de lo más amable que tan sólo se deja salpicar por varios brasileños que se dispersan por la playa: unos jugando a las palas, otros caminando a cámara lenta en la orilla, otros perdidos. Por ahí.

Saludamos con una mano y extendemos nuestras toallas no muy lejos de los brasileños, no muy lejos de un cierto aroma a Bossa Nova. Necesito caminar solo y así se lo hago saber a Víctor y Anesa a los que lógicamente les parece bien mi idea.

Camino solo tratando de poner mi mente en blanco como aconseja Murakami, pero es imposible, sencillamente imposible. La cabeza se me llena de telarañas y más gente colgándose de las cuerdas de mi cerebro, saltando de una neurona a otra.

Los rayos de sol disparan a matar. Enrojezco de sol. Podría seguir caminando y recorrerme toda Liberia. Ya sólo quiero caminar.

Al volver, me doy cuenta como Víctor se va acercando progresivamente a Anesa en la orilla. La imagen de la eslovena en bañador es un regalo de la vida y Víctor sigue acercándose hasta ella. Los veo ahí, lejanos, cómplices, departiendo fluidamente pero nunca pasa nada entre ellos. Nunca pasa nada. Más tarde, tanto Anesa, Víctor como yo, nos alejaremos un poco más, buscando la inspiración que da el murmullo de la orilla.

Yo me quedaré tendido sobre la arena mirando al cielo y al sol, Anesa se quedará leyendo Días de invierno de Paul Auster y Víctor se quedará en la orilla mirando a la arena, a la espuma, dándole pataditas a las minúsculas olitas que se forman en la orilla, pensando, dándole vueltas al coco. Pataditas tras pataditas. Y al fondo los brasileños, perdidos, incrustados también en este mundo. Todos respirando silenciosamente.

Vuelve Drazen con su expresión bondadosa tras el cristal del Nissan Patrol y nos dirigimos al libanés, esta vez sin despedirnos de los brasileños. Parece que Víctor acertó a la hora de pedir langostas porque no abre la boca mientras zampa. Anesa se lleva una decepción con su pollo que huele a quemado, un quemado tonto. Mi pescado (cassava fish) está bien, devoro en frente del mar y disfrutamos del café libanés que nos depura interiormente. Luego.

Parece que ha llegado el momento de irse. Parece que ha llegado el momento de volver a Monrovia. Ya estamos en el “hostal” Teepooh. Anesa abraza a Drazen, nosotros les chocamos esa cinco, al fondo un niño negrito imita mis gestos y de pronto me pongo a hacer el indio con mis manos y el niño me sigue haga lo que haga, el Michael Jackson, el Robocop, el break dance y todo lo que sea.

La función acaba con una sonrisa y una lección de vida.

A la vuelta pido The Doors, y de repente me resultan un grupo malísimo, lento, aburrido. En medio de los baches, los tumbos, los tropezones me decepciona hasta el L.A. Woman. No sé lo que pasa. No sé nada hasta que la puesta de sol me va reconciliando con las virtudes y las oportunidades, las ocasiones. Respiro. “Y de esta manera Carlos, recuerdo que yo Kevin, el hombre que a veces se cansa, puedo ver de vez en cuando arcoíris, tartas de chocolate, fotos desvaídas, mujeres de los 60 y playas celestes. Y camino”.

Alrededor de una mesa redonda y de plástico, bebemos unas Club beers. Los ojos se abren y adoptan la forma de grandes óvalos azucarados. Fin.

El autor
Carlos Battaglini

Lo dejé todo para escribir Samantha, Otras hogueras y Me voy de aquí.

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